lunes, 9 de diciembre de 2013

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La Carga_Juan Cabrera_wide_color

El hechicero de la luz y la mirada, por Antonio Cabrera Cruz

Quien vaya a ver esta exposición debe estar advertido desde ahora. Lo debe estar por varios motivos: el primero, y el más accesorio, es que esta crítica no es objetiva, no puede serlo, por razones que más abajo se explican. Y el segundo, mucho más trascendental, es que va contemplar algo excepcional: quizás se vea a usted mismo reflejado en alguno de los cuadros, retratado por el pincel de un pintor único.
Debe observar la luz que llega  a los cuadros y mirar como se refleja en las pupilas que le siguen desde los cuadros; contemple atentamente los ojos que lo miran, sienta los colores, los matices, los relieves de la pintura, los brochazos brutos, los trazos finos. Perciba la magia que emanan.
Estará viendo algo único. Es la obra de Juan Santiago Cabrera Cruz. Soy testigo de que lleva mirando a la Humanidad desde el momento en que nació, escrutando almas y miradas; midiendo proporciones y gestos; grabando muecas y sonrisas. Después de cuarenta y siete años lo ha sublimado en esta exposición.
El camino ha sido largo y tortuoso. Pero aquí está lo mejor de sí mismo: pintado en esos lienzos que nos rodean. Es la obra de uno de esos pocos artistas que marcan su época. Él mismo lo duda; yo no.
Ha aprendido el Arte a la antigua: solo. Sí, lo ha hecho él solo, sin escuelas, sin facultades, sin otro maestro que la vida y la luz. Es verdad que ha visto museos, conocido a otros pintores y asistido a las clases de la Escuela Luján Pérez. Pero lo esencial lo aprendió él solo. Nunca le hizo caso ni a mí ni a nadie. No le hacía falta. Estaba tocado por la Musa, marcado en los genes.
Desde pequeño pintaba. Aprendió a dibujar antes que a escribir, a pintar antes que a sumar o resolver ecuaciones. Lo hacía con un solo ojo; o mejor dicho, usaba uno de ellos para las cosas normales y el otro se lo dedicaba a la luz y a sus matices.
Sus libretas escolares ya estaban llenas de “muñequitos”, para mi desesperación; después descubrió los cómics y un poco más tarde trazó un “jóker” vestido de verde para una discoteca oscura. A partir de allí siguió bregando para aprender un oficio en la Escuela de Artes y Oficios y después ganarse la vida diseñando carteles y llaveros. Pero tenía una pasión que no lo dejaba respirar sin crear, sin pintar.
Lo vi de lejos, pintando en un sótano y en una azotea, manchado de óleo, oliendo a tabaco y dibujando caras, sombras y luces; creciendo. Me acerqué sin comprenderlo todavía, yo tan miope como él, tan sordos ambos, tan parecidos; dos hermanos: uno ciego, el otro sordo, buscando lo mismo, sin entender lo distinto en nuestra similitud.
Ahora me he alejado más para acercarme a su Arte, para asombrarme de sus luces, de sus caras, de sus cuerpos desgarrados, de su madurez. Sólo desde la perspectiva de los años, de la lejanía para ver los lienzos de grandes dimensiones, llenos de Goya en sus desgarradas imágenes del Dos de Mayo, en los indignados enfrentados a la policía antidisturbios, cargando unos contra otros en escenas cinematográficas, con los azules y grises de su estilo. Sólo ahora empiezo a ver, a entenderlo apenas.
Su inconfundible estilo, clásico casi siempre, a veces grafitero, a veces comiquero, siempre genial, llena esta sala que fue cine para deleite del espectador, al que no dejará indiferente, ni viendo a los políticos actuales desfigurados, ni a los policías desgarrados por la dureza de su trabajo -porra en ristre-, ni a los manifestantes corriendo y luchando, defendiendo sus creencias. A nadie dejará frío.
A todos ellos los disecciona Juan Santiago con su bisturí, trastocado en pincel de precisión, sin prejuzgarlos. Ninguno de ellos es condenado, todos están retratados para la Historia, como lo fueron los mercenarios mamelucos o la familia de Fernando VII, inmortalizándolos en su miseria. Quedan, eso sí, desnudados, libres de los oropeles y maquillajes de televisión, expuestos a la vista de todos, paralizados por la magia de este hechicero de la pintura.
A veces aparecen trazos de los cuadros de Oskar Kokotcha, que horrorizaba a sus retratados o de los de Lucien Freud, que hacía honores a su abuelo, psicoanalizando a su madre o de los de Francis Bacon, despreciados por Margareth Thatcher.
De todos ellos se nutre Juan Santiago, los vampiriza, les arrebata una luz, una sombra o una actitud. Pero no es como ninguno de ellos. Es él mismo. Sus cuadros serían inconfundibles en cualquier rueda de identificación. Eso lo dice todo. Un “Juan Santiago Cabrera Cruz” es único.
Por si la serie de cuadros principales fuera poco, también nos presenta una magistral serie de caras, pensadas para ser usadas como palos de la baraja: aquí tenemos personalizados los pecados capitales o las artes, unos masculinos otros femeninos, algunos jóvenes otros viejos. La humanidad desfila en estos retratos. Todos nos podremos sentir reflejados, incluso a nuestro pesar. ¡Búsquense!
Esta última serie se me antoja antológica, como un catálogo de las capturas de personajes y momentos, como si un fotógrafo le hubiera dejado su  dossier para usarlos como modelos de la obra del Teatro del Mundo. Aquí hay 53 arquetipos humanos y un par de “jókers” –comodines-, para que nos podamos reconocer en ellos.
En suma: contemplen, horrorícense, admiren y disfruten; están ante el trabajo de un pintor excepcional, aunque soy consciente de mi falta de objetividad porque soy su hermano. Lo que yo lo atestiguo por escrito, ustedes pueden verlo pintado y juzgar por ustedes mismos.

Composición Juan Cabrera_wide_color

Canarias Cultura

martes, 12 de noviembre de 2013

ORNITOLOGÍA URBANA (Esta entrada apareció primero en http://canariascultura.com/2013/11/04/ornitologia-urbana/)

Gaviotas en la grúa_wide_color
Estos tres días de fiesta, huyendo de Jack O’lantern, comiendo alguna que otra castaña y descansando, se tiene tiempo para observar el mundo alrededor. En estas estaba cuando la vi desde la calle: era la tórtola de ayer, que se había posado en el pretil de la ventana del vecino.
La mirada al reloj me convenció. Eran las nueve menos cuarto y acudía puntual a su cita para desayunar. Primero visitaba el balcón de al lado, donde picoteaba las sobras del pienso del perro: un lulú de Pomerania, tan pequeño como callado. Subí a tiempo el ascensor para verla saltar a nuestro balcón, donde estaba buscando las migajas de nuestro desayuno –en vano, porque nosotros nos habíamos retrasado, haciendo honor al día festivo.
Cuando abrí la puerta se asustó y siguió su recorrido subiendo a la terraza del piso superior derecha, donde se entretuvo durante unos diez minutos fuera de mi vista, supongo que dando cuenta de los restos del desayuno de los inquilinos, más madrugadores que nosotros.
Esto ha confirmado mi sospecha de que el ave, pariente de las palomas, tiene una rutina alimenticia regular. La había visto otros días mientras nos íbamos a trabajar, aterrizando en el suelo y picoteando las migas de pan y los fragmentos de muesli que caían al suelo, casi insignificantes para nosotros.
Es un ejemplar de tórtola turca, Streptopelia decaocto, con su pelaje gris y un collar de plumas negras en torno al cuello. Estos animales proceden de Asia Menor y se extendieron por Europa después de la segunda mitad del siglo XX, habiendo sido vistas por primera vez en Viena hacia 1940 y en España en 1960.
En Canarias yo no recuerdo haberlas visto hasta los años ochenta, sobre todo en los jardines del Sur de Gran Canaria. Ahora están presentes en todas las zonas urbanas de la isla, anidando entre el ramaje de los árboles y compitiendo con las palomas por las sobras que dejamos en todas partes. Son animales muy sociales y adaptables, mostrando una inteligencia singular para aprender y prosperar. He visto, incluso, algún ejemplar hibridado con paloma común.
El ser humano está cambiando muchos biotopos naturales, destruyendo hábitats completos de forma acelerada; pero también hay animales que se están adaptando a ello y prosperando en los nuevos medios que creamos. Las tórtolas son una buena prueba de ello.
Otro ejemplo de adaptación de una especie al medio humano es el de las gaviotas. La gaviota común, Larus argentatus, está prosperando de forma extraordinaria en nuestras islas; y además lo está haciendo asociada a nosotros.
En Gran Canaria la podemos encontrar hoy día prácticamente desde la costa hasta la Cumbre. Su capacidad para alimentarse de cualquier resto orgánico la hace visitante regular de todos los lugares de la Isla, siendo residente, cuando no inquilina, de los vertederos. Su número ha aumentado de tal manera que se la ve, tanto volando como posada en cualquier poste elevado, que le permita emprender el vuelo fácilmente.
Las farolas de las autovías que rodean Las Palmas de Gran Canaria son unas magníficas perchas para pasar las noches: allí se las puede ver al anochecer, buscando cada una la suya. Los responsables del alumbrado están empezando a darse cuenta que la presencia de estas aves palmípedas son un problema y han comenzado a instalar barreras de alambre anti-pájaros en algunas de ellas.
Gaviotas en la grúa_Foto Antonio Cabrera Cruz
Foto: Antonio Cabrera Cruz
Pero son tan adaptables las gaviotas que buscan rápidamente alternativas para pernoctar: la última que he visto es una grúa situada en una obra de la calle Grau Bassas, en la zona de la playa de Las Canteras de la capital grancanaria.
La máquina se alza sobre los edificios circundantes, con una magnífica estructura metálica de color amarillo. La grúa debe ser de las de última generación y es, aparentemente, nueva. Allí han encontrado varias decenas de láridas su posadero.
El mar está a pocas decenas de metros, a vuelo de gaviota; un salto les basta para extender sus alas de más de un metro de envergadura y emprender el vuelo sin esfuerzo. Me imagino que los propietarios del edificio no se han dado cuenta de que los primeros inquilinos del edificio en construcción no son humanos.
Proliferan las gaviotas a nuestra costa. Aparentemente, viven mejor de nuestras sobras que antes con una dieta exclusivamente dependiente del océano. No sé si el exceso de pesca en nuestro litoral tiene algo que ver con ello. Habría que hacer un estudio serio, tomando datos y comprobando cuántas gaviotas siguen yendo a la mar y cuántas viven de desechos. Lo cierto es que nunca ha habido tantos ejemplares.
No son los únicos animales que se han ido adaptando a un mundo cada vez más humanizado. Entre otros, podemos mencionar apresuradamente: los pájaros palmeros (gorriones), los mirlos y los cernícalos. Mejor nos olvidamos de ratas, ratones y cucarachas.
Los días de viento, todavía se puede observar el magnífico vuelo de las gaviotas, sobre el mar ,dejándose llevar por el empuje del aire, planeando y oteando el horizonte con su pico anaranjado, lanzando su agudo grito, reclamando el aire para sí. Abajo, en la superficie del agua, están posados los ejemplares juveniles, todavía con su librea parda de inmadurez, mirando a las elegantes aves marinas adultas que las sobrevuelan, antes de enseñarles el camino. ¿Cuál será el destino de estos elegantes voladores de chillar risueño?

jueves, 17 de octubre de 2013

 

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Tláloc, el dios de la lluvia llora sobre México

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En este septiembre otoñal me siento mexica,
me siento náhuatl, esperando la lluvia,
al néctar de la tierra
lleno de pulque y arcilla;
esperando que penetre en el suelo,
que Tlaloc llueva sobre mis islas
el agua de la vida.
que cruce el océano y derrame aquí
sus lágrimas,
llenas de perlas,
preñadas de color,
que sus tlaloques se ciernan sobre las cumbres,
que toquen los tambores,
que piten,
que truenen,
que silben,
que dancen,
que exhiban sus penachos,
llenos de relámpagos,
pintados de fiesta,
que atronen por los barrancos,
que resuenen los ecos
de las aguas en descenso,
con ruido de callaos
rodantes hacia el mar.
y que vuelvan a empezar el ciclo.
Debe ser el calor. Este septiembre se va despidiendo con un calor retrasado. La mar de fondo del oeste llega a la orilla de la playa de Las Canteras con la fuerza de haber cruzado el océano, impulsada por una borrasca atlántica que nació a tres mil millas de aquí, en el Golfo de México.
Ha devuelto en dos días de furia la arena que se había llevado la marea durante el verano. La sacó del fondo y la ha depositado al pie de mi escalera de acceso a la playa. La mar ha cubierto lo que la mar descubrió. Debajo yacen las dunas fósiles de las que se nutre la arena; hasta que el próximo temporal reviva el ciclo y me enseñe los fósiles que atesora.
Como decía, debe ser el calor; y se me ha ido la memoria a un libro que leí en la ferocidad devoradora de la adolescencia: ‘Tlaloc, el dios de la lluvia llora sobre México’, escrito por el húngaro Laszlo Passuth.
Fue Passuth un enamorado hispanófilo y, por ende, americanófilo. Escribió su crónica novelada de la conquista de México desde el punto de vista de los vencedores, pero con la poesía de aquellos pueblos amerindios, con el misterio de sus culturas, la grandeza de sus construcciones y los dilemas que acompañan a los tiempos convulsos. Me encantó la novela, escrita en 1939; y que debió caer en mis manos hacia finales de los años setenta del pasado siglo.
Es curioso la escasez de autores y libros españoles dedicados a la novela histórica en fechas anteriores a los principios de este siglo XXI. Es verdad que ahora florecen estos autores, más guiados por intenciones poco literarias y más orientadas a servir de base a series televisivas o cinematográficas; pero en esos años juveniles había que irse a los anglosajones.
Quizás por casualidad llegué a Passuth, cuyo libro que me pareció más exótico y barroco que los elaborados con la habitual pulcritud de los británicos en esos territorios literarios. Me he negado sistemáticamente a leer la “hollywoodiense” Azteca de Gary Jennings de 1980, ni ninguna de sus secuelas.
Como decía al principio, debe ser el calor lo que me ha hecho rememorar un libro que leí hace más de treinta años y sacar un poema mientras escuchaba la canción “Dios de la Lluvia” de ‘El Último de la Fila’.
El dios de la cabeza de ocelote, Tlaloc, quinientos años más tarde sigue lloviendo sobre México, e impulsando los frentes de tormenta que giran levógiros a través del Océano en dirección a Canarias, a mi playa.

 

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Al principio era el verbo


Foto de un escrito antiguo a manoAndo estos días entre los comienzos del curso, enseñando a leer a un grupo de “hambrientos” niños de seis años y trazando las primeras letras de una nueva novela, combinando el noble arte de la escritura con el no menos noble de la enseñanza. Las palabras silban en la mente mientras las escribo, al mismo tiempo que dibujo en el aire de la clase la ele y la eme, recitando sílabas y palabras elementales para mis alumnos y para mí mismo.
“Mientras enhebraba las palabras en el sedal que corría en la estela del velero, iba dejando atrás el faro de La Isleta, dejando caer las letras al fondo, una tras otra, intentando pescar un bonito para la cena, tentando la liña y oliendo el salitre.
Cipriano Delgado pensaba en lo que había dejado mucho más allá del horizonte, detrás de sí, hacia el lejano occidente, de donde había huido antes de que la ballena de la Universidad de Berkeley acabara por engullirlo del todo.
Bryan le había prometido la cátedra de Semiótica en el último intento de retenerlo cerca de la bahía californiana, asegurándole que Moby Dick resoplaría frente a Alcatraz antes del final del semestre y vería al mismísimo Achab sucumbir altivo con ella…”
Dibujar un nuevo personaje incluye su bautizo: “Al principio era el verbo”. Acabo de elegir el de Cipriano Delgado para uno de los personajes principales de este embrión de novela que estoy gestando. Tiene el nombre de Cipriano ese componente de las dinastías familiares del que tanto gustaban las generaciones anteriores.
Un antecesor destacado tenía un nombre característico -muchas veces obtenido por las casualidades onomásticas del santoral- que heredaban los primogénitos hasta que las modas modernas los han hecho sustituir por otras alternativas, la mayoría de ellas nombres de actores, cantantes u otros personajes de efímera fama.
Así que yo, que no tengo hijos propios, he decidido que este último hijo literario se llame Cipriano Delgado, por razones que callaré, ya que no es conveniente que todo se sepa indiscriminadamente.
Yo me llamo Antonio por mi abuelo paterno y Ramón porque nací el día del santoral en que nací. Pocos saben eso. No uso mi segundo nombre, quizás por comodidad o quizás porque alguna vez leí que Ramón Cabrera, el Tigre del Maestrazgo, fue un sanguinario general carlista, tan audaz en las batallas como implacable con los prisioneros. Y no quería compartir nombre y primer apellido con tal despiadado personaje. He sabido muchos años más tardes que Ramón Cabrera era tan sanguinario con los prisioneros, a quienes fusilaban sin remordimientos, porque las tropas isabelinas habían fusilado a su madre previamente.
Eso de estar marcado por el nombre que uno lleva formaba parte de los mitos de muchos pueblos. Desde tiempos inmemoriales se ha bautizado a los niños con apelativos procedentes de sus padres, de los santos o héroes del lugar, buscando que su destino fuera propicio desde el nacimiento, con un buen nombre.
Hoy día esas costumbres han ido dando lugar a otras más curiosas: durante los años ochenta y noventa del pasado siglo XX en Canarias se puso de moda bautizar a los niños con nombres de procedencia prehispánica, que se disputaban el honor de ser los nombres más usados con otros tomados de actores, actrices y otros famosos.
Cuando se bautizaban a los niños con los nombres de los abuelos o padres, se esperaban que los niños continuaran con la reputación de sus antecesores: eran comunes los Francisco, Pedro, Juan, Santiago, María, Carmen y un largo etcétera de nombres de tradición cristiana,  incluyendo algunos otros menos comunes como Nicanor, Paulino o Eufemiano, convertidos en dinastías patronímicas.
La costumbre de usar nombres de famosos procedentes de la canción, la cinematografía o el deporte, muchas veces cristianizada con un complemento del santoral, se ha ido imponiendo cada vez más, sustituyendo a las costumbres previas. Recuerdo una Alaska del Carmen o un Kevin Costner del Pino, destacando entre la pléyade de nombres procedentes de personajes de culebrones venezolanos, tertulianas de programas vespertinos y futbolistas sudamericanos.
No sé si todos los padres que bautizan así a su progenie son conscientes de lo que proyectan sobre ellos, marcándolos con el pesado estigma de compartir apelativo con determinado actor o actriz. Probablemente no mucho más que aquellos que anteriormente querían que su hija se pareciera a la abuela, ignorando que los antiguos judíos y griegos -por ejemplo- pensaban que el nombre llevaba el destino insertado en sí mismo.
En fin, yo acabo de bautizar al protagonista de mi nueva novela como Cipriano Delgado, a él le deseo larga vida literaria, pues lleva la vida novelesca marcada en los genes del nombre.

lunes, 16 de septiembre de 2013

LA FÓRMULA DEL ÉXITO


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No creo que haya habido época más prolífica que la de este comienzo de milenio en lo que se refiere a las distintas disciplinas del Arte. Las redes sociales y la gran difusión que permite Internet han posibilitado que cualquier creador exponga su obra, con la esperanza de ser descubiertos por el gran público.
Músicos, artistas gráficos, fotográficos, escultores, músicos, poetas, escritores, grafiteros, exhibicionistas todos, luchan (luchamos) a brazo partido para que se (nos) conozcan.
Hay una gran proliferación de blogs, salas de exposición virtuales, ediciones digitales, “youtubes” que, unidos a las grandes redes sociales como facebook, twitter, linkedin, pinterest y otras muchas que no cito porque el listado sería interminable, andan detrás del gran objetivo.
Todos buscan lo mismo: el éxito, la trascendencia, la fama, ser conocidos en todo el mundo. Cosa que no es fácil de encontrar, precisamente por la misma razón que les permite ‘colgar’: la enorme competencia. No es fácil encontrar el éxito singular en medios de masas, llenos de competidores que buscan lo mismo.
Como quiera que el asunto me interesa de forma particular: ¡yo también quiero trascender! Me he propuesto analizarlo de forma científica. Así que me he vuelto a repasar mi biblioteca de manuales matemáticos: Cálculo Infinitesimal, Análisis Estadístico y Lógica Matemática (Todavía recuerdo a Fernando Hernández Guarsch, en la Escuela de Magisterio diciendo: “Hay verdades, mentiras y estadísticas”, dicho que muchos años más tarde le devolví en una Mesa Sectorial, en oportunidad al caso)
Así que después de sesudas averiguaciones estoy en condiciones de ofrecer la fórmula para el éxito. Confieso que esta no es la primera vez que me ocupo de asuntos parecidos y remito a un artículo aparecido en mi blog en 2008.
Para aquellos que no quieran curiosear en mi prehistoria les resumo el asunto: Joel Stein, articulista de éxito de la revista TIME dice que la influencia (otra aproximación al éxito) se puede medir con una sencilla ecuación. Es verdad que es un poco más compleja que la famosa de Einstein, que se contenta con menos términos (E=m c2).
No nos vamos a liar con Einstein que juega en una división superior, sino con el más simple Stein (para los que no sepan mucho de alemán, Stein significa Piedra y Einstein, Unapiedra)
Pues el tal Stein, que no Einstein, dice que su ecuación debería ser formulada así:
Influencia =  ( G + Y +4W) x N
                                        F
Esta ecuación cifraría la influencia de una persona calculando sus entradas en Google, añadiendo sus vídeos en YouTube, más los enlaces de Wikipedia, multiplicados por 4. Estos elementos deben estar ponderados por dos constantes: N, que representa el índice de novedad, multiplicativo en sí mismo y la F, que representa el índice de frivolidad del personaje, claramente divisor.
Independientemente de que la elección de los parámetros sea más o menos afortunada, el señor Stein ha introducido con humor y cierto sentido la reflexión de poner orden al caos de no saber quién es influyente y por qué o, a lo mejor, uno terminaría de entender algunas apariciones fugaces como las de algún “famoso” de escándalos o las famas efímeras de programas tomateros y actrices conflictivas; por no hablar de políticos en el candelero o de cualquiera que se llame “influyente”.
Yo, que no soy menos pesado ni osado que Stein, me atrevo a formular la Ecuación del Éxito, basándome en las sesudas deducciones de los ambos, Stein y Einstein. Y aquí está la fórmula del éxito:
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donde E, es el éxito, considerado como la trascendencia temporal del mismo, no el efímero. I es el índice de influencia de Stein mencionado más arriba, A, el azar que juega con todos nosotros y Q es la constante de calidad absoluta de la obra.
Así que ya saben todos aquellos que busquen el éxito, decidan por qué factor apuestan. Yo tengo claro que la calidad eleva a todos los demás factores de forma exponencial.

Foto por avlxyz. Ver original.

lunes, 19 de agosto de 2013

VIAJE MÁGICO A LA ISLA DE LA PALMA

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He vuelto de un viaje donde se me quedó el espíritu entre los tiles, los laureles y el palo santo. Me traigo a cambio el vino del volcán, los amaneceres con sus brumas, el verde en la retina, la poesía y el amor en los ojos de mi amada.
Hemos pasado una semana en la isla bonita, en San Miguel de la Palma, en el corazón de la laurisilva, subiendo cerca de las estrellas, tocando la lava, respirando el aire seco del pinar en Taburiente y descubriendo seres mágicos en las profundidades del bosque.
Recuerdo todavía como canta, distante, el agua que entre la fajana de los barrancos fluye, siento como el fayal se mezcla con los brezos en una sinfonía de verdes que mueve el viento, de glaucos y esmeraldas engalanados, subiendo ladera arriba para unirse a los pinos y al palo santo, enmascarados por la neblina de la mañana mientras caminamos rumbo a los nacientes de Marcos y Cordero.
Todavía sentimos los músculos quebrados por una bajada a través de los grandes bloques de basalto del barranco del agua, rumbo a los Tiles, todavía oímos el graznar de la grajas y el canto del chiriví entre los árboles, el sonido del agua entre los helechos gigantescos y el aroma de la madera húmeda, después de volver sin habernos, del todo, ido de allí.
Poblando los laureles de la memoria sigue habiendo figuras míticas que nos observan: un oso erguido entre el sotobosque, un dragón con ojo rojo y una corte de hadas invisibles aleteando en la bruma, animándonos en nuestro descenso penoso.
Después repusimos fuerzas en la casa de Asterio, en Puntallana, reconfortados con el mejor queso palmero ahumado frito, acompañado de mermelada de tomate, carnes a la brasa y vino de la tierra, siempre el vino, elixir de la tierra benahorita.
Los vinos palmeros nos reanimaron después de ascender a la Cumbre o bajar a las Salinas de Fuencaliente, cruzando el volcán, fundiéndonos con la negra tierra. Probamos el malvasía shakespeariano, el albillo garafiano o el listán blanco. Nos recibieron como a los nobles en la bodega Carballo de Fuencaliente, que regula la temperatura con un tubo volcánico bajo el suelo y también Eufrosina nos abrió su bodega El Níspero en la medianía de Garafía, entre pinares y grajas, para ofrecernos sus galardonados vinos y regalarnos con su tiempo.
cuervo_la_palmaOtro día un cuervo ilustrado, de negro azulado, nos danzó a la vista de Taburiente, desde un mirador en la Cumbre. Nos miró y nos dio la bienvenida a su territorio en las alturas, mirándonos a los ojos para saber si éramos dignos de atravesar aquel espacio sagrado, poblado de espíritus.
Los nombres de algunos palmeros son sugerentes, originales, siderales, casi cabalístiscos: Asterio, Arsenio, Neólida, Eufrosina, Atanasio, Medardo, Melquíades. Quien así es bautizado está marcado para lo asombroso, lo sagrado, lo maravilloso. Son reflejo de la magia del territorio que habitan, una joya engastada en verde, una maravilla insular.
No quisimos ver los nuevos proyectos de carreteras ni la nueva terminal del aeropuerto, ni los grandes hoteles, ni otras amenazas que están presentes por doquier en otros sitios del Archipiélago.
Nos volvimos con los ojos prendados del verde, de las estrellas, de los dragones, del vuelo de las aves, del acento y la magia de La Palma.

miércoles, 7 de agosto de 2013

DE LIBROS, UTOPÍAS Y FUNICULARES

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(Sepa el lector que lo que va a leer ha perdido temporalidad, pero no vigencia)
Todavía colea mi artículo sobre el proyecto de teleférico al Roque Nublo y parece que algún político sigue empecinado en su ignorancia, sosteniendo que el proyecto seguirá adelante, se oponga quien se oponga, degradándolo de categoría y denominándolo como “funicular” e, incluso admitiendo, que si, al final del proceso, se viera que los cables molestan, pues se quitarían y ya está, o si no lo reconvertirán en telesilla… (al tiempo)
Me asusta la simpleza e ignorancia de los argumentos. Hace muchos más años de los que mi memoria quisiera recordar, vi desde el mar, montado en la proa de un pesquero artesanal de Arguineguín, como volaron los acantilados del oeste de Mogán para rellenar lo que hoy es el puerto que algunos vendieron como pesquero y hoy se llama la pequeña Venecia en folletos turísticos.
Aquella explosión me quebró en mil pedazos que no creo haber rehecho. E, incluso hoy, me sigo estremeciendo cada vez que entro en la cuenca de Mogán, con la sensación de haber sido testigo de un hecho crucial para la historia reciente de Canarias.
Aquella polvareda permaneció en el aire durante un tiempo que me pareció interminable. Cuando se disipó vi como los acantilados mostraban una cicatriz de doscientos metros de largo, descarnado el basalto, con muchas toneladas de material caídas sobre el veril.
Aunque a veces he querido olvidarlo, corría el mes de agosto del año 1982 y tenía veinte kilos menos, mucho más pelo, más atrevimiento y más ilusión, sobre todo, la ilusión de que el mundo podría ser modificado; cambiado desde la escuela y la educación. Por eso me había hecho maestro. La voladura de los acantilados de Mogán quebró algo más que muchas toneladas de basalto de la serie uno. Para mí aquello significó la pérdida de la inocencia.
Para explicar esto debo llevar al lector a un viaje al pasado y hablarle de algunas personas y acontecimientos relacionados con lo que narro:
Empezaré citando a Víctor Grau Bassas i Mas, que nació en Barcelona en 1847, pero vino a Gran Canaria a la edad de cuatro años ya que su padre decidió instalar una farmacia en la calle de La Pelota de la capital insular. Estudió en el colegio de San Agustín –donde también lo hicieron otros próceres insulares, como Fernando León y Castillo, Benito Pérez Galdós, el Doctor Chil y Naranjo. Posteriormente volvería a Barcelona para estudiar Medicina.
Grau Bassas regresó a la isla en 1860, donde pronto se vería atraído por la Villa de Teror, donde fijó su residencia y consulta, representándola en la Diputación. Asimismo, debido a su empeño, se levantó una cruz en el lugar donde estuvo el pino en el que en el siglo XV se apareció la imagen de la Virgen. También se le debe a Grau Bassas la instalación en Gran Canaria de la Cruz Roja, en 1874.
Pero fue en el Museo Canario donde desarrolló la labor más importante de su vida. Fue el primer conservador de la Institución, en colaboración estrecha con el doctor Chil y Naranjo, fundador del Museo. Organizó expediciones arqueológicas a yacimientos indígenas, encontrando numerosos restos prehispánicos que enriquecieron las vitrinas del Museo y escribió varios libros sobre ellas. Destacan:
-Usos y costumbres de la población campesina de Gran Canaria (1885-1888), Editado por El Museo Canario en 1980, y reeditado de forma digital recientemente.
-Viajes de exploración a diversos sitios y localidades de la Gran Canaria El Museo Canario 1980 (facsímil de la obra de 1886)
En 1884 naufragó en la Baja de Gando el buque francés Ville de Para.  A continuación ocurrió un confuso episodio en el que se vio envuelto el médico y explorador. Aparentemente, los pescadores de Gando arriesgaron sus vidas para salvar a los náufragos y como recompensa les fueron regalados los fardos que flotaban sobre el agua. Varios de ellos fueron vendidos a Grau Bassas. Enterado del hecho el responsable de Marina, acusó al médico de apropiación indebida. De nada sirvieron las explicaciones del ilustre personaje.
La acusación siguió adelante sin que nadie tuviera interés en descubrir la verdad, lo que obligó a Grau Bassas a recluirse en Teror. Cansado y desilusionado al ver que su honradez quedaba en entredicho, decidió emigrar a Buenos Aires dejando en Gran Canaria a los suyos.
En América lo esperaba un modesto empleo en el Museo de la Plata. Tras revalidar su título de médico, su familia se reunió con él. Falleció en Argentina en 1917.
Nuestra atención se concentra en la segunda obra mencionada, “Viajes de exploración a diversos sitios y localidades de la Gran Canaria”  Esta obra fue editada en facsímil por  El Museo Canario en 1980 y reproduce la obra manuscrita original de 1886. Es ésta  una obra repleta de dibujos, esquemas y explicaciones ilustradas acerca de los materiales y las características de las construcciones en los asentamientos de los antiguos canarios de Gran Canaria. El manuscrito puede verse en Internet en el siguiente enlace:
http://fundacionorotava.es/pynakes/lise/graub_viaje_es_01_1886/27/
He reproducido dos páginas de la expedición a Mogán de este libro, donde he intentado interpretar en letra impresa la caligrafía del explorador, donde se citan los parajes a los que me he referido desde el principio. Son las páginas consignadas como 5 y 5v.
“(…) La figura (   ) representa la punta de Mogán en la cual señalada con puntos aparecen las cuevas señaladas en esta expedición y la cueva donde en 1879 se encontraron tantos (¿?) objetos (a). Esta punta tiene la misma formación geológica que las lomas del Barranco de Mogán (véase el croquis de la localidad recorrida) fig.  ) traquita y luego …ach (¿?) alternado con fonolitas laminosas y de fácil destrucción.
Es este un risco imponente de más de trescientos metros, cortado a pico sobre el mar muy profundo a su pie; en este risco han ya encontrado la muerte unos desgraciados enriscadores, un hijo de José Díaz, un hermano de Francisco Rodríguez, y el padre de éste- en este risco me avasalló el miedo y hube de renunciar a pasar por el andén.
Pasé muy malos ratos con Francisco Rodríguez, pues si bien es un valiente, le conocí en la cara, cada vez que se colgaba, que recordaba a su hermano y a su padre, cuya tumba tenía a sus pies.
Sólo el deseo de no quedar desairado me obligó a continuar la exploración en condiciones tan excepcionales. Por mi parte, la Punta de Mogán queda explorada.
Hay un paso que llaman Paso del Rey; dicho paso tiene de ancho como una cuarta, se halla a menos de 200 varas sobre el mar, de allí abajo es el mar tan llano como un plato y perfectamente vertical. De allí arriba tendrá cien varas y, contando de la misma manera; no se puede pasar de frente, hay que pasar de espaldas contra el muro.
El paso es corto, tendrá dos o tres varas (de largo), dicen que (¿?) al que le falte la serenidad que no pase.
Me aseguraron que pasan por este sitio hasta de noche. No sé porque le llaman el Paso del Rey, muy bien pudiera ser entre los canarios un paso de prueba, lo que sí puedo afirmar es que el que lo pase sin miedo merece una corona.
Yo lo he visto desde el mar a trescientas varas de distancia y confieso que da miedo. En la cueva (d) al principio del andén encontré una resinita roja que considero un ejemplar de grande estimación.
Como hago la consideración de que el fin de las exploraciones no debe limitarse a buscar objetos procedentes de los antiguos canarios, ni aquellos tienen valor alguno si se les considera aislados, he procurado estudiar la zona recorrida geológica y orográficamente, añadiendo nombres que no se ven en el mapa y rectificando alguna equivocación que se notase. (…)”
A continuación le ofrezco al lector el texto que me sirvió para presentar el libro “El anillo del pulpo” editado por Anroart  y presentado en el Gabinete Literario el 31 de marzo de 1995. Como quiera que nada ha cambiado, y si lo ha hecho no ha sido para mejor, sigue estando vigente, ahora en los tiempos del teleférico-funicular-telesilla al Roque Nublo.

DE GLOSARIOS Y CORSARIOS, DE LIBROS Y DE UTOPÍAS
“El anillo del pulpo” es un libro de aventuras que alguna vez quise presentar a un concurso de literatura juvenil. Esto no quiere decir que esté exclusivamente destinado a ese público Los libros más leídos de la literatura universal han sido catalogados como “juveniles” por la costumbre del siglo XX de reducirlos y ofrecerlos en ediciones abreviadas para las lecturas escolares. Cualquiera de los asistentes a este acto recordará con agrado aquellos libros leídos en la infancia y la juventud: Julio Verne, Alejandro Dumas, Hermann Melville, William Dafoe y otros, han hecho inmortales a muchos caracteres y arquetipos que todos reconocemos. Pero ninguno de sus autores hubiese  estigmatizados sus creaciones como “literatura juvenil”.
Este libro que hoy les presento, además, tiene una historia aventurera y azarosa como los caracteres que la pueblan. Fue escrito y publicado hace más de una década; pero nunca llegó a  distribuirse en su ámbito natural: en Canarias. Se convirtió en un libro fantasma: escrito y editado, perdido y vuelto a encontrar; pero nunca distribuido al público.
Después de una década, mi amigo Jorge Liria ha conseguido convencerme para volverla a la vida, rehabilitando al pirata Van Venlo, y ofrecerla a los lectores de Canarias. Llega de nuevo a la luz en un tiempo donde lo que la novela describe se ha hecho realidad, superada, corregida y aumentada, a lo ancho y largo de nuestra geografía. La destrucción de la costa se ha extremado en estos pasados años, la especulación gobierna en Canarias, los valores tradicionales desaparecen con las influencias externas y el materialismo erosiona paisajes y personas.
El origen de este libro se remonta a muchos más años de los que mi memoria quisiera recordar, cuando vi desde el mar, montado en la proa de un pesquero artesanal de Arguineguín, como volaron los acantilados de Mogán para rellenar lo que hoy es el puerto que algunos vendieron como pesquero. La explosión me quebró en mil pedazos que no creo haber rehecho. E, incluso hoy, me sigo estremeciendo cada vez que entro en la cuenca de Mogán. La nube explosiva del aquel medio día terrible permaneció en el aire durante un tiempo que me pareció interminable. Cuando se disipó vi como los acantilados mostraban una cicatriz de doscientos metros de largo, descarnando el basalto, con muchas toneladas de material sobre el veril.
Aunque a veces he querido olvidarlo, corría el mes de agosto del año 1982 y tenía veinte quilos menos, mucho más pelo, más atrevimiento más ilusión, sobre todo, la esperanza de que el mundo podría ser mejorado; cambiado desde la escuela, la educación y la cultura. Por eso me hice maestro. La voladura de los acantilados de Mogán, créanme, quebró algo más que muchas toneladas de la serie basal. Esa voladura se llevó por delante mi inocencia.
En junio, dos meses antes de la voladura de los negros riscos de basalto, había estado con otros dos entusiastas amigos, Javier Gil y Francisco Peinado, buscando la “Cueva del Rey”, con el manual de don Víctor Grau-Bassas i Mas, “Viajes de Exploración a Diversos Sitios y Localidades de la Gran Canaria”, bajo el brazo, buscando el estrecho paso que nos llevaría a la Cueva. Éramos tres jóvenes que apenas alcanzábamos la veintena, pero estábamos en forma y curtidos por múltiples pateadas buscando yacimientos arqueológicos, playas fósiles o insectos extraños a lo largo y ancho de la Gran Canaria.
Jesús Cantero Sarmiento –sabedor del destino de los acantilados- nos había hablado del texto de Grau Bassas y nos animamos a buscar el Paso del Rey, después de leer el libro.
Cuenta el explorador catalán como un pastor de Mogán le había llevado en siglo XIX hasta la cueva colgada sobre el acantilado, diciéndole que el rey de la isla debía mostrar su valor llegando hasta la cueva por una estrecha vereda, de un pie de ancho, caminando unos trescientos metros pegado al risco y a más de 50 metros sobre el mar para recoger un gánigo de barro. Esa era la prueba que debían superar los reyes de la Gran Canaria para mostrar su valor.
Una mañana de Junio de 1982, tres jovenzuelos inconscientes: Javier Gil, Francisco Peinado y yo buscamos el “Paso de Rey” bajo un torreón aborigen situado encima de las casas del Puerto de Mogán. La línea de voladura se encontraba algunos cientos de metros más hacia el oeste. Los operarios llevaban algunas semanas perforando barrenos al borde de los acantilados y algunos de sus vehículos estaban como vigías cerca del mismo. Había muchas veredas de cabra que zigzagueaban por la ladera. Después de un rato dimos con un camino estrecho que se perdía en la pared del acantilado en dirección al oeste. Nos pareció el más adecuado conforme a la descripción del libro.
Había cagarrutas de cabra y parecía ser transitable. Caminamos uno tras otro con inconsciencia y cierto cuidado mientras nos adentrábamos en la vereda. Al principio el camino permitía un paso cómodo por una senda de medio metro de ancho. Según se adentraba en el acantilado sobre el mar se estrechaba por momentos.
Estábamos en el tercio superior de los acantilados de basalto y ya habíamos avanzado unos cien metros desde el inicio de la vereda. Veíamos el mar a nuestros pies, rompiendo con suavidad contra base de los paredones de basalto, formando un veril cubierto de aguas verdosas. El sendero mostraba algunas cuevas de pardelas excavadas en el risco y con cada metro que avanzábamos se estrechaba cada vez más. No había viento y el sol caía directamente sobre nosotros. La vista estaba limitada por la típica formación columnar del basalto, no pudiendo columbrar mucho más allá de un par de metros. Empezamos a preocuparnos porque no llevábamos material de escalada que nos permitiera asegurarnos en caso de perder pie. Cuando estábamos empezando a dudar de nuestra cordura y de la oportunidad de haber emprendido el “Paso del Rey” sin medidas de seguridad, nos encontramos que el camino desaparecía tras un recodo.
Un poco más allá no había nada sino una fuga directa hasta el mar que lamía el pie del acantilado. Un derrumbe –quizás procedente de los barreneros- había hecho caer el “Paso del Rey”. No pudimos salvar el espacio y retrocedimos lentamente con la frustración, no sólo por no haber podido alcanzar la cueva donde el rey de la Gran Canaria debía probar su valor, sino a sabiendas de que todo aquello que pisábamos iba a desaparecer para siempre unas semanas más tarde.
Sin haber podido encontrar argumentos para evitar la destrucción de los acantilados, la voladura fue inevitable. En cinco minutos cayeron toneladas de roca, arrastrando la Cueva y el Paso del Rey de la Gran Canaria. La nube que rodeó los acantilados nunca se ha disipado del todo de mi vista. Procuro evitar el Puerto de Mogán en mis recorridos por la isla. A veces he dirigido una mirada furtiva desde lo alto de la Cañada de los Gatos en dirección al torreón aborigen que sobrevive entre antenas de televisión y telefonía móvil mirando un puerto que algunos llaman la Venecia Canaria. Yo lo llamaría de otra manera, pero me lo callo.
“El anillo del pulpo” recoge muchas vistas de la costa moganera antes de la caída de los acantilados, ciertos caracteres de personas que alguna vez conocí, algunas visiones submarinas de Fuerteventura , donde me fui algo más tarde y el mar por doquiera; el mar en el recuerdo del exilio. La luz transparente de Canarias en la memoria del invierno de Europa.
Todo ello se encuentra en el manuscrito, fundido con la preocupación creciente por el futuro del territorio, la perplejidad por la política a porcentaje, la irritación por la destrucción de valores en personas y paisajes. El anillo del pulpo es un libro naïve, lo reconozco. Tiene la inocencia de la juventud perdida. Tiene un final feliz; pero es un final donde los seres humanos ya no intervienen. Sólo la naturaleza: una tormenta, un maremoto y la erupción de un volcán, la explosión del volcán que yo llamé Van Venlo en honor a la ciudad limburguesa que fue mi hogar durante seis años, es quien pone fin a la desesperada lucha de quienes defienden el medio frente a los especuladores. Sólo la naturaleza le pone coto a los especuladores en mi libro.
He vivido lo suficiente para darme cuenta del ritmo de degradación del territorio. Cada año que pasa estas islas atlánticas donde vivimos se ven mordidas en su originalidad paisajística. La costa está sepultada y perdida en gran medida, el mar muestra  crecientes señales de esterilidad, el asfalto y el cemento zigzaguean por doquier en dirección al último rincón de cada isla. Los recursos hídricos fósiles – a pesar de la bondad del pasado invierno- están esquilmados. Y además seguimos vertiendo al mar el agua que usamos. En suma, el suicidio ecológico programado.
El debate de la nacionalidad canaria, celebrado esta semana, no menciona prácticamente la situación del medio ambiente en Canarias. La mayoría de los políticos eluden referencias o pronunciamientos a temas claves sobre extracciones petrolíferas en nuestras aguas próximas o maniobras militares que matan a los cetáceos. Las moratorias turísticas aceleran la construcción como cruel paradoja de las leyes al servicio de los negocios y no al servicio de los ciudadanos. Las energías alternativas sólo sirven para que las concesiones se las lleven los amigos que crean empresas ad hoc. La lista es inacabable.
Nadie quiere ver que nos estamos devorando a nosotros mismos. Estamos hipotecando nuestro territorio, dando mordidas a nuestros barrancos – (tenemos los mejores skylines del hemisferio. Cada ladera de nuestros barrancos forman líneas del cielo, horizontes únicos, maravillosos en las tonalidades de la primavera canaria, cubiertos de tabaibas y cardones) -,  estamos sepultando la costa. Ya no quedan los barrancos que yo anduve en mis soledades juveniles: Mogán no existe más allá de Lomo Quiebre. El Medio Almud no sirve para medir granos. Taurito está lleno de agujeros de golf y urbanizaciones, Amadores está pintado de blanco granuloso. Mejor no sigo.
Todavía queda Veneguera amenazada por los amigos de algún político que ha pasado por casi todos los partidos y todas las piedras, buscando indemnizaciones multimillonarias…
En fin, no quiero cansarles, me está saliendo un discurso pesimista que no quería; solo presento un libro de literatura juvenil, casi pasado de moda, muy naïve, de final feliz. Esperemos que nuestras islas no pasen de moda también. Que nos demos cuenta y reaccionemos a tiempo. Vivimos en un territorio finito que no soporta nada más que un número finito de personas con sus infraestructuras correspondientes. La época de los negocios desarrollistas y especulativos tiene que concluir ya y ser substituidos por políticas de modelos conservacionistas y de desarrollo sostenible.
Este es el debate crucial: el de nuestra supervivencia armónica con el medio. No podemos esperar que unas erupciones volcánicas nos solventen los dilemas. Debemos, todos, tomar conciencia de la gravedad del problema y crear las condiciones sociales y políticas necesarias para que los próximos debates sobre la nacionalidad canaria incluyan la protección integral de nuestras islas.
Cuando decidimos volver a editar el libro que hoy les presento, alguien opinó que el libro tenía muchos términos “raros” y me aconsejó que hiciera un glosario para aclarar a los lectores de esta supuesta novela juvenil lo que significaban palabras como nasa, apnea o farallón. Estuve un par de días dándole vueltas al asunto e, incluso, me puse a escribirlos.
Después de un par de páginas de glosarios y de corsarios me di cuenta que este libro es algo más que una novela para adolescentes; este es un libro para aquellos que todavía no han olvidado la juventud, aquellos que creen y luchan por ideales que otros dieron por perdidos. Este libro va dedicado a aquellos que creen en un mundo mejor y en las utopías. Aquellos que se arriesgan cada día a buscar los “pasos del rey” ocultos en la brega diaria. Y esos no necesitan de glosarios, esos saben leer entre líneas, averiguar lo que dicen las palabras y lo que callan los silencios. A ellos dedico este libro.”

Amen.
Ha pasado el tiempo y hemos seguido “progresando”. Las infraestructuras insulares han mejorado mucho. Hemos construido autopistas, túneles, viaductos, puertos deportivos, centros comerciales y urbanizaciones de “alto standing” que facilitan las comunicaciones y el desarrollo turístico, haciendo irreconocible muchos de nuestros paisajes tradicionales.
Se ha apostado todo -o casi- a estas cartas. Las consecuencias están a la vista. Parece que los políticos no entienden de otras alternativas ni modelos de vida. Algunos pocos se han enriquecido en el proceso y la mayoría se ha conformado con los placebos de la sociedad de consumo.
La última vuelta de tuerca parece ser el teleférico-funicular-telesilla al Roque Nublo. Quieren destruir la última frontera: la línea del cielo.
Espero que al final impere la cordura entre los políticos y los ciudadanos, pudiendo evitar la catástrofe paisajística. Si no, sólo quedaría invocar a Guayota (o al pirata Van Venlo) para que se vuelvan a abrir las profundidades de la tierra para cubrir todos nuestros desmanes con lava ardiente  (y ojalá nos dé tiempo a evacuarnos).

martes, 18 de junio de 2013

OLIVOS (A modo de reflexión sobre la reformas educativa)

Esta entrada apareció primero enwww.canariascultura.com

Cuando me voy a margullar (lo cual en sí mismo es una declaración de intenciones lingüísticas; pues me niego a decir el barbarismo “snorkeling”) aprovecho mi paseo lento a flor de agua para pensar, mientras fluyo con la corriente hacia Los Lisos.
Bajo mi piel de neopreno curtida por mil mareas se desliza el somero fondo de la Playa de las Canteras, poblado de sabias viejas, fulas azules y pejeverdes danzarines, contemplados por mi gran ojo de cíclope artificial.
El otro día mientras me abría paso entre un cardúmen de irisados longorones blancos, traslúcidos en su pequeñez, se me fue la mente tierra adentro, hacia unos viejos olivos que alguien había plantado en la carretera del centro de la isla, poco antes de llegar a San Mateo.
Eran varios ejemplares que hace algún tiempo me pareció ver en un vivero. Los olivos habían sido importados de la Península porque hoteles, fincas particulares y ayuntamientos varios los demandaban para sus jardines. Y qué mejor idea que traerlos de ultramar ya crecidos. Los olivos están poniéndose de moda y, como su crecimiento es lento, se prefiere trasplantar ejemplares de cierto porte.
Es conocido el dicho popular relativo a los olivos: Los planta el abuelo, los cuida el hijo y empieza a recoger el fruto el nieto. Se necesitan tres generaciones humanas para que el frutal sea rentable. Pero en estos tiempos de vértigo, parece que no se quiere esperar entre cincuenta y setenta años para recoger una buena cosecha, aparentemente todos tenemos prisa para conseguir nuestros objetivos.
Es verdad que en tiempos recientes se ha incrementado la superficie original dedicada al olivo en el sur de Gran Canaria y hasta en Fuerteventura, pero los matos son todavía muy jóvenes y la cosecha de aceitunas no es muy grande.
Los interminables olivares de Andalucía han necesitado siglos de cultivo para desarrollarse. Son testigos de otras épocas donde el tiempo se medía con otra escala, la de una vida tradicional, lenta y pausada, pensada a largos plazos y para las siguientes generaciones.
Después de dejarme llevar por la corriente de salida del estrecho de Los Lisos, “el efecto Venturi” ha acelerado mi navegación hasta las mayores profundidades frente a la Peña la Vieja. Allí compruebo que los temporales del invierno y las marejadas del oeste han denudado los fondos, cambiando los vericuetos entre el arrecife.
La mirada se me va hasta los perfiles del interior de la isla y los pensamientos me recuerdan un encuentro de hace unos cuantos años. Estaba en los locales del sindicato cuando entró un joven alto y delgado, de melena rizada hasta los hombros y ojos de mirada penetrante.
Empezó diciendo que acababa de regresar a la isla después de terminar no sé qué máster en Filosofía y que buscaba información sobre la reciente convocatoria de oposiciones para el cuerpo de profesores de secundaria u otras ofertas de trabajo en colegios privados o, incluso, en el propio sindicato.
Empecé a buscar información sobre lo que me pedía, como solíamos hacer con muchos otros recién licenciados, hasta que sus ojos se encontraron con los míos, diciéndome: “Tú me diste clases cuando era niño en la escuela de Barranco Hondo”.
Me fijé con mejor atención en aquellos ojos brillantes y mis recuerdos me llevaron a mi juventud de maestro en aquella escuela unitaria perdida entre las casas-cueva de Juncalillo. Recordaba vagamente aquel grupo de niños aplicados que no querían irse de allí cuando se acababan las clases en mi tercer o cuarto año de profesión, abrigados dentro del aula, sin calefacción en el crudo invierno de El Tablado a 1400 metros de altura sobre el nivel del mar.
Habían pasado más de veinte años y me encantó que uno de aquellos niños me reconociera después de todo ese tiempo. Me habló el joven de sus estudios, me puso al día de varios de sus antiguos compañeros de escuela, algunos habían estudiado Ciencias Matemáticas, otros Derecho y alguno se había quedado en las altas medianías cultivando las terrazas familiares en el barranco. Sobre todo me dijo que recordaba con mucho agrado aquellos cursos donde aprendíamos y nos divertíamos todos con los pocos medios con los que contábamos, en aquella escuela sin calefacción, ni teléfono, ni fotocopiadora, donde nos fabricamos una copiadora “vietnamita” con gelatina y papel carbón.
Me contó sus proyectos alternativos si no podía dedicarse a la docencia, entre los que estaba una estadía en una ONG en Sudamérica. De alguna manera me sentí orgulloso de aquel joven licenciado. Quise pensar que alguna mínima influencia pude haber tenido en la formación de aquel filósofo.
Los maestros de cierta edad tenemos la suerte de encontrarnos de vez en cuando con algunos de nuestros alumnos, que nos recuerdan los tiempos que compartimos en las aulas, y haciéndonos sentir que -al menos- algunas de nuestras enseñanzas no cayeron en saco roto.
Tengo más de treinta años de experiencia como docente, desde la primera línea del aula a la representación sindical, pasando por un destino en el Extranjero e incluso un par de años en el Consejo Escolar de Canarias.
He conocido, con mayor o menor grado de consciencia y conocimiento, cinco Leyes Orgánicas de Educación, he “servido” bajo tres distintas administraciones políticas españolas, bajo más de diez distintos Ministros y Consejeros del Ramo, he estado  a las órdenes de varias decenas de directores generales, he negociado con otros varios y he hablado con decenas de Inspectores y con muchos cientos de profesores y maestros, individualmente y dentro de las organizaciones sindicales que (les) representaban.
He vivido esta trayectoria con pasión y compromiso, intentando hacer mi trabajo lo mejor que sabía en cada momento. Puedo decir que la mayoría de todas estas personas intentaban hacer lo mismo desde su propia perspectiva. Los profesionales de la Educación en España son tan buenos como en cualquier país europeo.
La principal diferencia es que en España no se tiene la paciencia necesaria para esperar a recoger los frutos, para que los olivos que plantamos fructifiquen. Los éxitos educativos de otros países se basan fundamentalmente en la paciencia, en la confianza en los profesores y en el consenso político. Si se mira a modelos de éxito, como el de algunos países orientales o la recurrida Finlandia, se observa que hay una gran estabilidad en las leyes educativas y una mayor autonomía de las escuelas, unidas a un gran respeto por los maestros.
Sufrimos en las escuelas la enorme presión de los políticos que quieren ver cómo las encuestas y los análisis de resultados estadísticos como los del informe PISA se mejoran de forma inmediata. Pocos se ocupan de conseguir la estabilidad en los colegios y en las familias, para que todos, familias, niños y maestros podamos disfrutar del aprendizaje común, dándole tiempo al tiempo para que las nuevas generaciones sean capaces de crecer en el conocimiento.
Se cambian las leyes educativas con cada cambio electoral, olvidándose que ninguna ley cambia al individuo por decreto, ninguna ley es capaz de motivar, ninguna ley es capaz de inspirar, ninguna ley hace que los olivos crezcan y fructifiquen antes de tiempo, ninguna ley sirve más allá que para ordenar papeleos y títulos.

jueves, 6 de junio de 2013

"MIS ORÍGENES LITERARIOS ESTÁN EN UNA NIÑEZ SIN TELEVISIÓN"




Como los lectores habituales de este blog ya saben, desde hace unas semanas colaboro con un medio digital. Les incluyo un enlace al periódico digital www.canariascultura.com con una entrevista realizada por su director, Enrique Mateu.




ENTREVISTA

lunes, 20 de mayo de 2013

ÁRBOLES

 
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Hay un laurel de indias cerca de una de las rotondas de la salida de la GC-2 frente a Siete Palmas que destaca entre todos. El árbol pertenecía a la alameda de laureles que bordeaba la antigua carretera de acceso al cementerio de San Lázaro en Las Palmas de Gran Canaria y ahora sobresale por su frondosidad.
Los demás ejemplares están torcidos en la dirección opuesta al poderoso alisio del noreste y parecen sufrir los avatares de las sucesivas acometidas de obras y reformas a los accesos a los centros comerciales de la zona.
Pero este laurel concreto se eleva orgulloso dando sombra a los que le rodean, sitiados por el tráfico diario y el viento inclemente. Todos ellos fueron plantados a finales de la década de los sesenta cuando se abrió el nuevo cementerio de la ciudad y su crecimiento fue a la par que los problemas de abastecimiento de aguas de la ciudad y sus jardines.
Durante años sobrevivieron con los restos del acuífero de la finca de las Siete Palmas y su infraestructura de regadío y llenado de los estanques de barro de la zona, mucho más que por los riegos de los empleados de los parques y jardines municipales.
El ejemplar del que les hablo está situado muy cerca de una rotonda donde se ha preservado (con cierta visión histórica) uno de los acueductos que surtía a la citada finca, que cruzaba con un arco elevado sobre la antigua Carretera General del Norte. No sé si el denso follaje del árbol se debe a la cercanía a este acueducto o a los habitantes de una antigua casa con tejado a dos aguas.
La casa fue expropiada porque se quedaba aislada entre la maraña de viaductos, rotondas y carriles que circunda los accesos a los nuevos barrios-dormitorio de la zona. Casi nadie se acuerda que allí existió tal casa, ni de la antigua fábrica de tejas que se ubicaba casi enfrente o de la parada de guaguas que fue conocida hasta hace bien poco como “La del Olivo”, aludiendo a algún antiguo ejemplar que yo no conocí. La rotonda más próxima a estos lugares está hoy día plantada de distintas especies de cactus, agaves y opuntias y, si alguien se fija, podrá ver -incluso- un par de parras con racimos incipientes.
Lo que sí conocí fue esa casa a la que me refiero, hoy destruida, habitada por una señora mayor que trajinaba en los alrededores de ella, ajena al tráfico creciente de mediados de los años noventa del pasado siglo cuidando del pequeño huerto y de las macetas. Tenía gallinas sueltas y palomas que anidaban en un palomar adosado a la casa, como si quisiera ignorar el imparable destino que se cernía sobre ella.
En mi difuso recuerdo pienso que aquella era una antigua morada de peones camineros, situada a pie de carretera y dispuesta estratégicamente para el control del paso de vehículos y personas en ruta hacia el centro y norte de la isla.
Ahora que escribo esto pienso que quizás fuera la señora quien regó los primeros años del laurel y su actual frondosidad se debe a esos años de riego y cuidados. Después  de que se derribara la casa, tras la evacuación de sus inquilinos, las hogareñas palomas se negaron a abandonar el sitio, revoloteando durante un par de años por los alrededores por donde estuvo la casa y usando el laurel como percha y como nido, negándose a abandonar su hogar.
Soy testigo de lo que narro y cuento esta historia de la misma manera que mi madre cuenta que se midió con seis años en una palmera del Parque Doramas en compañía de su hermano Luis -que después emigró a Venezuela para no volver-, marcando su altura en la estipe del vegetal.
La palmera fue criada y plantada, al igual que muchas otras, por su abuelo José, mi bisabuelo, José Cruz Tejera, quien fue durante años el jardinero mayor del vivero municipal y quien supervisaba el cultivo de muchos de los viejos árboles y plantas del parque.
Hace unos pocos años mi madre quiso recordar el sitio donde se había medido y, después de buscar la palmera, siguiendo su memoria: “cerca de los olivos, detrás de la rosaleda, frente al muro del estanque, yendo hacia los dragos”, me señaló el ejemplar que se alza frente a las habitaciones traseras del hotel Santa Catalina.
Allí se midieron los hermanos antes de crecer y abandonar el jardín del edén infantil. Mi madre se quedó en la isla viendo como la palmera se alzaba hacia el cielo y ella envejecía. Cuando la volvió a identificar, me sentí vinculado a este particular ejemplar de Phoenix canariensis de la misma manera que las palomas siguen anidando en el laurel de indias del comienzo de esta historia, recordando quien los plantó y quien los cuidó.
Los seres humanos estamos, sin duda, unidos a nuestros árboles, a los que plantamos y a los que cuidamos, de los que nos alimentamos o debajo de los que buscamos sombra. Debe haber lazos invisibles entre todos los seres vivos. Nuestras memorias y nuestros actos perduran mientras existan testigos vivos.
Al menos, a mí así me lo parece.

lunes, 6 de mayo de 2013

BANCO DE ALIMENTOS (Y para el espíritu, a cambio, también)

Entrada publicada primero en www.canariascultura.com

Miedo a estas visiones           
tuve, pero luego
que he mirado a estotras,
mucho más les tengo
CALDERÓN DE LA BARCA

Ando entre las calles de mi ciudad, a veces con rumbo fijo, a veces errante sin una derrota clara. Despliego las velas latinas de mi equipaje básico y surco el piélago de la trama urbana de la zona portuaria, bloc de notas en ristre, gafas caladas. Miro con ojos de fotógrafo o trazo con mano alzada los perfiles de personajes para la cotidiana realidad novelesca: me fijo en una fachada peculiar, en un automóvil desvencijado o en una mora embozada. Aquí y acullá hay ingredientes para filmar un documental digno de del Gran Bazar de Ispahán o del Rastro de Tristán Narvaja en Montevideo.
Paseando cerca de la playa me topé con los puestos de los voluntarios de la Asociación de Vecinos Playa Chica, que en un tenderete improvisado ofrecen “Books for Food”. Allí tienen dispuestos multitud de libros en varios idiomas para que el pasante pueda elegir los que quiera, con el compromiso de traer alimentos a cambio, alimentos que después se distribuyen con la colaboración de Cáritas.
He tomado el puesto en la calle Torres Quevedo como referencia de paso en mis peripatéticas excursiones por la zona. De allí he sacado algunos ejemplares curiosos que alguna vez quise leer u otros que hube de leer en mi juventud introvertida, sin que me diese cuenta.
Según he ido adoptando los libros he ido acarreando paquetes de arroz, de legumbres, de aceite, tarros y latas varias e, incluso, he llevado algunos ejemplares de “El anillo del pulpo”, en la edición de Incipit Editores, como compensación para el banco de alimentos que gestiona la asociación.
A pocos pasos de la playa cosmopolita existe otra realidad ajena a los bañistas, los turistas y los paseantes: una de personas con necesidades básicas, de alimentos, de ropa, de alojamiento. Algunos bloques de apartamentos de los pioneros del turismo se han convertido en refugios de fortuna para inquilinos  pobres.
Algunos de los libros expuestos son enciclopedias educativas sin abrir, todavía con el folio plástico que los envolvía cuando se vendieron al peso y con un aparato de vídeo como incentivo, otros tienen el uso de miles de manos, algunos –incluso- están dedicados a un nieto o a una amada. Ahora sirven de moneda de intercambio para otras necesidades más primarias.
Casi la mitad de los libros expuestos están escritos en lenguas extranjeras: alemán, inglés o francés; aunque también destacan los de las lenguas escandinavas, sueco, noruego, danés o finlandés. La mayoría son de ediciones de bolsillo de “best-sellers” internacionales, mudos testigos de las horas de lecturas de los exiliados invernales del centro y norte de Europa; y de su solidaridad.
Entre los ejemplares que he adoptado quiero destacar dos de los tres tomos (el tercero no estaba allí) de las Obras Completas de Lenin, editado en la extinta Unión Soviética. Pero lo destacado de los dos tomos no es ni su autor ni su editora, sino que llevaba un “ex-libris” de la extinta Unión del Pueblo Canario, como mudo testigo de los convulsos años de la transición y los primeros experimentos de la llamada izquierda nacionalista canaria. Más de tres décadas más tarde, ni siquiera me apetece hacer una reflexión profunda sobre los orígenes o el destino de algunos de los políticos que pudieron haber hojeado los libros en aquellos días, para simplemente acabar de director general de algo.
Yo prefiero encantarme con los ejemplares de “El reino de este mundo” o “Ecué-Yamba-O” de Alejo Carpentier, editados en La Habana precastrista o con “La línea de sombra” de Joseph Conrad, mientras animo a los lectores a pasarse por la calle Torres Quevedo, provistos de algunos alimentos no perecederos, para ver si encuentran  un tesoro literario o un manual sobre el cultivo de bonsáis antes de que lo haga yo.

viernes, 26 de abril de 2013

LOS SABIOS DESCALZOS Y LOS IGNORANTES CON CORBATA

Entrada aparecida primero en www.canariascultura.com

Empiezo estas líneas con la difusa tentación de hablar de nuevo sobre el teleférico al Roque Nublo y los empecinados con corbata que lo promueven. Ya dije lo que creía sobre ello en otro artículo “colgado” del cadalso cibernético; y pienso que no debo añadir ni una sola coma más.
Ni un millón de argumentos razonables movería a aquellos cuyo único horizonte es la avaricia o la ignorancia, por eso me voy por otros derroteros más sensibles y significativos, dejando mis palabras sigan resonando al aire libre y a los ecos de las fajanas oscuras que bajan desde la Cumbre.
Debo reconocer que siento una cierta afinidad con los parias, los desheredados y los olvidados de esta sociedad. Quizás fuera la mano de Andrés “el Ratón”, que se posó sobre mi cabeza uno de los últimos días en los que el Barranco Guiniguada pudo ser visto “correr” hasta el mar; y su mano descomunal me dio la bendición diciendo: “este muchachito parece que va a ser un buen mozo; procura ser un hombre de provecho”.

http://www.barriodesanjose.com/blog_barriodesanjose/?p=8098

Fue un día de 1966 cuando las aguas del barranco bajaban tumultuosas, llenas de barro y haciendo sonar los callaos. Yo tenía seis años y el recuerdo se ha avivado recientemente. Aquel día de invierno mi padre había llamado a casa para avisar que el Guiniguada bajaba de la Cumbre con agua y mi madre me llevó con ella para que lo viéramos juntos.
El difuso recuerdo fue confirmado durante el reciente octogésimo quinto cumpleaños de mi madre: después de ver las aguas correr de “banda a banda” nos fuimos hasta el Bar Polo en el Puente de Palo sobre el aprendiz de río, donde Andrés me impuso su mano.
Entre los parroquianos habituales del bar estaba Andrés Déniz, conocido como Andrés “el Ratón”. Era un personaje curioso, una especie de vagabundo urbano, un pionero de lo que más tarde hemos llamado vagabundos o “sin techo”; aunque éste tenía un aura particular, de personaje respetado, de sabio descalzo, de Diógenes, que formaba parte de la historia interna de la ciudad, siendo glosado en su época, vox populi, en la prensa local y en alguna publicación impresa. (*)
Deambulaba Andrés por los alrededores del mercado de Vegueta, pendiente de alcanzar unas monedas llevando una compra o haciendo algún recado, descalzo sobre los adoquines de las calles y vistiendo un terno oscuro, condecorado con medallas de las últimas guerras coloniales, quizás encontradas en el cauce del Guiniguada, donde buscaba oro –real o falso- para embaucar a quien se dejara.
Describe mi madre a Andrés Déniz como un hombre grande, con porte casi militar, muy educado en el trato, sabio en las expresiones, de tez rubicunda, ojos brillantes y pies descalzos, enormes, donde frotaba los fósforos para encenderse su habitual virginio.
Cuenta mi progenitora que estando ella con mi padre otro día en el Bar Polo, entró un señor bien trajeado y, acercándose a Andrés “el Ratón”, también presente en el local, le dio unas monedas –no sabe mi progenitora si en pago de una deuda previa  o como práctica habitual-; pero la reacción del noble “clochard” sorprendió a todos:
  -No, gracias, no me hace falta; mejor le da las monedas a esa pobre que está pidiendo en la entrada.
  -Pero usted también es pobre y las monedas se las he dado yo a usted –se sorprendió el caballero.
  - Yo, señor, no soy pobre y, además no estoy pidiendo nada –respondió el sabio descalzo.
 - ¿No es usted pobre? Pero, hombre, si no tiene casa y duerme en el barranco.
 -Sí, pero no soy pobre. Tengo todo lo que necesito. No me falta qué comer y duermo en la mejor de las casas: tengo el cielo estrellado por techo. Si llueve me meto bajo el puente y si el barranco corre hay zaguanes donde me dejan quedar. Yo no soy pobre; pobre es esa señora que pide y tiene un niño pequeño a quien alimentar. Déle el dinero a esa señora, que lo necesita más.
Todos los presentes se admiraron de otra de las anécdotas de aquel caballero descalzo, con una filosofía vital digna de un sabio griego: no es más rico el que más tiene sino el que menos necesita.
Aquella ciudad de mi infancia, cruzada de puentes, habitada por vagabundos condecorados, de guardias tocados con salacots coloniales y tartanas paseando turistas, se desvaneció en los años setenta mientras el barranco se cubrió con cemento y Andrés “el Ratón” perdió su cobijo bajo las estrellas, mientras hordas de turistas nos llevaron de forma acelerada hacia eso que algunos llaman el progreso. 
Personajes marginales como Andrés el Ratón estaban integrados en aquella pequeña ciudad, formando parte de la atmósfera propia del centro histórico. Además, la persona tenía unos principios dignos de ser citados a través del tiempo.
Ha pasado medio siglo y pocos recuerdan quiénes y cómo éramos. Hemos cambiado nuestra ciudad y nuestra isla para adaptarnos al modelo económico que gira en torno al turismo de masas. Los hoteles y las infraestructuras han devorados mucha superficie de la isla, dejando irreconocibles muchos paisajes tradicionales.
Con el paso del tiempo me he convertido en un testigo cincuentón, en un escritor urbano, con la memoria llena  -entre otras cosas- de playas vírgenes, acantilados que ya no existen, yacimientos arqueológicos durmientes, anécdotas de pastores, de topónimos olvidados y barreros de donde saqué el barro para tallas de agua fresca.
No quiero renunciar a lo bueno de la civilización, a las comodidades que nos permite el progreso, a las posibilidades de aprendizaje y de disfrute del tiempo libre que nos ha dejado vislumbrar la sociedad del bienestar.
Ahora que la crisis cuestiona muchos de estos avances en este país, donde la corrupción estremece los fundamentos y los principios democráticos, parece ser el momento preciso para meditar si hemos estado viviendo un espejismo o si los valores de Andrés “el Ratón” sobre si es más feliz quien más tiene o quien menos necesita no estaban tan errados.

* (Nuestra Ciudad. Luis García de Vegueta)

miércoles, 10 de abril de 2013

EL TELEFÉRICO AL ROQUE NUBLO (o de cómo destruir la línea del cielo)

Artículo aparecido primero en www.canariascultura.com

Cuando don Miguel de Unamuno visitó Gran Canaria en 1910 fue llevado de excursión por el interior de la isla, llegando a caballo hasta Artenara, donde pudo contemplar desde la perspectiva de la distancia los roques centrales de la isla, el Bentayga en el centro de la Caldera de Tejeda bajo sus pies y el Nublo, alzado en lontananza, coronando el gigantesco circo pétreo.
La vista de aquellas peñas enhiestas sobre un fragor de barrancos, enormes farallones verticales y pequeños campos cultivados en terrazas con un gigantesco anfiteatro natural coronado de pinares le hizo, primero exclamar y luego escribir, que aquel paisaje que admiraba era una “tempestad petrificada”.
No sabemos si el ilustre pensador vasco sabía de Geología o si una inspiración genial le llevó a designar así lo que pudo contemplar –a lomo de caballo- desde los miradores de la ruta entre Cruz de Tejeda y el pueblo troglodita de Artenara. Lo cierto es que la sensibilidad del poeta supo plasmar con sus palabras la belleza de un paisaje salvaje, lleno de contraluces marcados por la línea del cielo, sin saber que los roques que admiraba eran de verdad los testigos petrificados de una gigantesca tormenta geológica de cinco millones de años de antigüedad.
Antes que Unamuno la inmortalizara, los antiguos canarios fueron capaces de apreciar la grandiosidad de su horizonte insular, atribuyéndole a los pitones piroclásticos carácter sagrado y simbólico, usándolos como hitos astronómicos y estacionales.
La silueta de cada cresta, de cada caidero, de cada roque era fundamental en sus ciclos anuales, destacando entre ellos la del Roque Nublo y la del Roque Bentayga. El calendario de cada orto u ocaso de los astros estaba fijado en referencia a los perfiles de esos hitos geográficos, inmutables a escala humana.
Sin embargo, la historia geológica de la isla nos lleva hacia el origen de esos roques singulares: hace unos cinco millones de años Gran Canaria se alzaba por encima de los dos mil metros, quizás alcanzando unos tres mil metros sobre el océano. Los geólogos suponen que el centro de la isla estaba entonces ocupado por un cono volcánico similar al Etna o al Teide.
Es difícil especular sobre el perfil exacto de la isla previo a una gigantesca erupción que alteró para siempre el paisaje que describimos. Hasta entonces los episodios volcánicos en la isla de Gran Canaria habían sido erupciones de coladas basálticas de relativa poca explosividad que construyeron el edifico de la isla a modo de escudo, con coladas fluidas que fueron creando una meseta elevada en su centro, sobre la que debió alzarse uno o varios estrato-volcanes.
Hace unos cinco millones de años la composición de magma bajo la corteza terrestre pasó de ser ácida a ser alcalina, concentrándose bajo la isla un magma con una enorme densidad. En relativamente poco tiempo la cámara magmática bajo el centro de lo que fue la Paleo Gran Canaria empezó a acumular una gran cantidad de energía que no podía encontrar una salida que le permitiese aliviar la presión. La isla se convirtió en una verdadera bomba geológica.
Y cuando se superó el punto crítico –literalmente- ¡saltó por los aires! La erupción principal debió causar un cataclismo de dimensiones planetarias. Hoy día podemos encontrar los materiales que emitió la gran explosión esparcidos por toda la isla: es lo que se denomina “aglomerados roque nublo”, formados por una gigantesca colada piroclástica, tipo nube ardiente, que cubrió toda la superficie de la isla con espesores que van de los cien a los setecientos metros, en varios episodios explosivos brutales.
Las consecuencias de ese proceso eruptivo debieron sentirse mucho más allá de los límites del Archipiélago, llegando con probabilidad a la atmósfera y afectando en mayor o menor medida a todo el planeta. Hay que recordar erupciones históricas del tipo nube ardiente piroclástica, como la del Vesubio, que sepultó Pompeya y Herculano en el año 79 d. de C. o la de la Montagne Pelée en la Martinica que destruyó la población de Saint Pierre en 1902, causando más de 30.000 muertos.
Quizás se podría comparar el periodo eruptivo Roque Nublo a otras dos erupciones muy conocidas, como la de la isla de Santorini 1600 años antes de Cristo, que acabó con la civilización minoica en la isla de Creta o la de la isla de Krakatoa en el Mar de la Sonda en 1883, cuyas explosiones tuvieron trascendencia en todo el planeta. Estas dos erupciones destruyeron gran parte de las islas y lanzaron a la atmósfera grandes cantidades de materiales volátiles, causando alteraciones climáticas en gran parte del mundo durante varios años.
El paisaje actual de Gran Canaria es, en buena medida, el resultado de ese convulso periodo denominado Roque Nublo, alterado por la formidable erosión posterior; así como por el posterior hundimiento de la cámara magmática, que debió ocupar la cuenca del actual barranco de Tejeda- La Aldea. La fisonomía de nuestra isla actual es el resultado de estos episodios volcánicos, ya que las erupciones posteriores no tuvieron consecuencias tan importantes para el relieve insular, originando sólamente conos aislados, como las montañas de la Isleta o la de Arucas o Gáldar.
El perfil de los roques del centro de la isla forman nuestra particular línea del cielo. Los estadounidenses están muy orgullosos del perfil de sus ciudades, lo que ellos llaman “skyline”, la línea del cielo o del horizonte.
Ellos pueden reconocer los distintos “skylines” por sus edificios singulares, por los rascacielos, los puentes o las líneas elevadas de autopistas. El “skyline” de Manhattan o el de Chicago suelen ser los más famosos y muchas películas empiezan o terminan con los característicos perfiles urbanos.
En Canarias no tenemos –hasta ahora- perfiles urbanos ni líneas de cielo o de horizonte que se hayan convertido en “estrellas” de cine. Pero sí tenemos tradiciones con los perfiles de las montañas y roques sagrados. Desde el Teide, visible desde casi todas las islas, hasta los roques autóctonos de cada isla, nuestro Archipiélago tiene miles de perfiles únicos, de líneas de cielo, que han formado el paisaje conocido a los habitantes de pueblos y caseríos.
Muchos de los perfiles tradicionales han sido alterados por construcciones arbitrarias, poco cuidadosas con el patrimonio paisajístico y, sobre todo en las costas, los cambios causados por alteraciones humanas son ya irreversibles. Los cambios que la naturaleza ha tardado millones de años en retratar son barridos rápidamente por lo que algunos denominan desarrollo.
Nuestra geología volcánica y el clima propio no son benignos con las alteraciones humanas. Las huellas de nuestras obras permanecen como cicatrices indelebles en el paisaje. Si se abre una carretera, se levanta un puente o se construye una urbanización, los derrubios y escombros permanecen en las laderas muchas decenas de años; en gran medida porque la vegetación tarda mucho tiempo en volver a crecer sobre los suelos alterados. En otros climas y territorios se puede dejar el terreno desnudo que la siguiente primavera será cubierta por un manto herbáceo que contribuirá a camuflar las alteraciones; aquí, en Canarias, eso no ocurre.
Si uno observa las cicatrices que dejan las carreteras en sus márgenes –independientemente de la ocupación territorial que suponen- podrá comprobar esta aseveración.
Algunos piensan que todo el territorio debe ser “desarrollado” y que no debe quedar nada a salvo de nuestras apetencias, elaborándose propuestas muy agresivas, como el recientemente reactivado “teleférico al Roque Nublo”. Se cita el ejemplo de la existencia de un teleférico en el Teide como excusa para proponer la construcción de otro en el Roque Nublo. No debemos tomar como ejemplo una profanación para justificar otra. ¿No hemos cometido suficientes errores en nuestra gestión medioambiental?
Hay en Canarias suficientes analogías para elegir los modelos correctos de gestión del territorio, desde las obras de César Manrique a la gestión integral de la isla de El Hierro, para conservar intacto nuestro patrimonio, como expresión de singularidad y excepcionalidad.
En suma, el proyecto de teleférico al Roque Nublo debería servir sólo como modelo de disparate y ser destinado a los archivos de los proyectos más desafortunados y destructivos para nuestro Patrimonio Geológico. Dudo que ningún responsable político desee que su nombre quede unido para siempre a tal desatino. La Línea del Cielo de las Cumbres de Gran Canaria merece ser respetada tal y cómo la contempló don Miguel de Unamuno: La Tempestad Petrificada.

domingo, 7 de abril de 2013

SHALAM DUDÚ



Mi amigo Dudú (éste no es su verdadero nombre) ha vuelto, como siempre, sin avisar. Vino sin otro calzado que unas sandalias chinas de plástico ni otra ropa de abrigo que una desvencijada chaqueta de chándal de deportes. Nos dijo que en África había dejado su reloj, su móvil y unas buenas zapatillas de deporte, “donadas” a varios amigos que le dijeron que él era un afortunado que podría recuperar sus símbolos de bienestar en la tierra de plenitud material de los “toubabs”. 
Dudú es un senegalés de etnia wolof que los avisados lectores de mi novela Kopi Luwak reconocerán al instante, así como todos aquellos que hayan leído mi blog. Dudú me ayudó a trazar el epopéyico viaje del mandén Bour Siien, a bordo de un cayuco, desde las playas de Saint Louis hasta Maspalomas, novelando el primer viaje épico de un gal senegalés hasta las costas canarias.
Escribí Kopi Luwak en los febriles meses de 2010 en los que intentaba construir la novela, usando todo mi tiempo libre, cuando los naufragios de cayucos,  los albores de la crisis económica española y la tecnología del SIVE ya habían hecho mella en los ánimos de muchos subsaharianos que soñaban alcanzar el paraíso vía Canarias, y las oleadas de parias africanos estaban en franco retroceso, pero muy frescas en mi conciencia.
Mi mujer y yo conocimos al comerciante wolof en el Paseo de las Canteras cuando ataviado con un blusón africano y tocado con un bonete característico vendía todo tipo de figuritas, máscaras y pulseritas hechas en serie por los artesanos “poular” de su país.
Armado con su sonrisa y su maestría en el regateo, nos fue vendiendo brazaletes, estatuas de jirafas, guerreros masai, y amuletos a cambio de una charla regular donde yo obtenía información acerca de los asuntos que necesitaba para hilvanar mi novela.
Con el paso de las semanas, la relación se fue haciendo más estrecha y nos enteramos de su filiación y progenie, de sus ilusiones y sus angustias.
Fue Dudú quien bautizó a Bour Siien, quien me habló de los manglares en la desembocadura del Gambia, de las máscaras ceremoniales de Costa de Marfil y de las penurias de las casas de adobe cuando llegan las lluvias torrenciales.
Cada frase o información suya era compensada, primero con la compra de alguna de sus figuritas, después con alguna invitación a almorzar arroz a la libanesa o con algún óbolo para pagar la renta de uno de esos pisos patera que jalonan los alrededores de la playa. También lo transportamos al puerto en alguno de sus intentos de probar mejor suerte en Tenerife o de rescatarlo para que volviera a la Gran Canaria.
Un día nos dijo que se regresaba a su patria –despreciando su duramente trabajada tarjeta de residente legal-usando la vía más barata y peligrosa: primero embarcando desde Canarias hasta Cádiz para luego saltar desde la Península a Ceuta, descendiendo a continuación en un vértigo de calor hacia el sur: Marruecos, Sáhara, Mauritania y, por fin, el Senegal, destino de Dudú, aunque el conductor quería alcanzar Liberia.
Nuestro amigo se fue en compañía de otros tres subsaharianos en una furgoneta cargada de objetos de segunda mano -entre ellas una bicicleta que estuvo años acumulando polvo en nuestro sótano- y la ilusión por volver a la patria. Los africanos no estaban demasiado pertrechados y sólo contaban con un poco de agua y algunos víveres para la semana de travesía continental que les esperaba una vez desembarcaran en tierra firme. Contaban con encontrar buenos samaritanos para poder alimentarse por el camino.
Los viajeros estaban quizás más preocupados por el trato de los policías fronterizos de algunos de los países que iban a atravesar y su ansia de rapiña que por la escasez de provisiones.
No tuvimos informaciones de los africanos hasta que Dudú nos llamó dos semanas más tarde, con las risas de su mujer e hijos de fondo. “Estoy en Touba, amigo”.
Nuestra incertidumbre se liberó después de quince de días de zozobra. El wolof había regresado a casa, y allí era donde mejor podía estar.
Hemos estado varios meses sin saber nada del wolof hasta que volvimos a recibir una llamada la última luna llena: “Amigo Antonio, Dudú está de vuelta”.
No cabíamos en nuestra sorpresa. Lo habíamos supuesto trabajando en una de las plantaciones de cacahuetes entre Touba y Kaolak, disfrutando de sus hijos y oyendo la cantarina risa de su mujer.
Había regresado por la misma ruta que había usado para escapar de la crisis española pero a la inversa. “El rey de Marruecos ha cerrado un acuerdo con el nuevo Gobierno de Senegal para exportar naranjas. Los camioneros vuelven casi siempre de vacío y no se niegan a llevar pasajeros en la cabina. Me subí a uno en Dákar y llegué hasta Ceuta. Desde allí crucé hasta Algeciras. El resto ya lo sabes: me subí al ferry y aquí estoy”.
Me contó sus planes. Se iba a Tenerife donde, al parecer, le habían conseguido un trabajo. Necesitaba lo de siempre, sin ni siquiera pedirlo: dinero, calzado y abrigo.
Cuando lo vimos nos pareció que había envejecido mucho en poco tiempo y su pelo había encanecido, dándole un aspecto de humilde Mandela que acentuaban sus ojos tristes.
Le ofrecimos lo que pedía, añadiéndole todas las figuritas que teníamos en casa desde hacía varios años: las podría revender y conseguirse algunos euros para empezar en la isla vecina.
Nos pareció que devolverle las figuritas era una buena señal y cerraba el círculo que empezó nuestra amistad, permitiendo un nuevo comienzo. Para ello prometía traernos unas máscaras antiguas de la etnia dogón cuando volviera al Senegal en otro de sus viajes de ida y vuelta al continente.
“Shalam Dudú, sé bienvenido de nuevo”

martes, 2 de abril de 2013

LOS IDUS DE MARZO

 NOTA: Esta entrada aparece primero en Artículo aparecido en el digital "CanariasCultura.com"

Este año empezó bajo el signo de la luna llena. El tránsito desde el año 2012 al 2013 estuvo iluminado por una enorme luna amarillenta que lucía sobre una desbocada prima de riesgo y una España corrupta, llena de recortes sociales y de desempleo.
Por si fuera poco, la fúlgida luna se volvió a mostrar antes de acabar el mes de enero: La noche del día 27 también estuvo presidida por la faz iluminada de nuestro satélite y en su honor, rebusqué en mi memoria hasta encontrar una vieja canción que escuché por primera vez en la voz rota de un solista majorero de cuyo nombre no me acuerdo:  “Fúlgica luna del mes de enero/ raudal eterno de intensa luz…” Aquel cantante le ponía un sentimiento y una melancolía tan particular que nunca he vuelto a encontrar una interpretación equiparable a la famosa canción del musicólogo venezolano Vicente Emilio Sojo, aunque corrigieran lo de “fúlgica” por fúlgida.
Para seguir con la luna, uno no debe olvidar que  los chinos empezaron con la siguiente luna nueva, el día 10 de febrero, catorce días más tarde, su año nuevo chino, el de la Serpiente de Agua.
Siguiendo su milenaria tradición, con el calendario lunisolar utilizado en varios países asiáticos, los chinos celebraron su Año Nuevo Chino, el que hace el número 4711, provocando la mayor migración humana conocida, la de cientos de millones de personas desplazándose por el Reino del Centro hacia sus lugares de origen, para festejar en compañía de sus familias la Fiesta de la Primavera, el comienzo de un nuevo ciclo anual.
Continuando nuestro avance mensual llegamos al mes de marzo, Martius (Marte) para los romanos. Marzo ha sido también objeto de todo tipo de simbologías, de supersticiones y de augurios.
En el calendario romano, los idus de marzo se conmemoraban el décimo quinto día del mes. Los idus eran días de buenos augurios, que ocurrían los días 15 de marzo, mayo, julio y octubre, además del décimo tercer día de los demás meses del año.
Conocida es la muerte de Julio César en el Capitolio de Roma, durante la celebración de los Idus de marzo del año 44 antes de Cristo, después de haber sido prevenido por un vidente – en vano- de  que debería resguardarse de los idus de marzo.
Desconozco si la troika comunitaria, la señora Merkel, el señor Rajoy, el señor Rivero y otros similares han ido recientemente a algún vidente porque, si en quienes confiaron fue en sus expertos económicos, para prever este presente, deberían dimitir todos y dedicarse a otros menesteres, antes de que los idus de abril acaben con ellos.
Dos días antes de los idus de marzo, el día trece, ha sido elegido un nuevo Papa, el jesuita argentino Bergoglio quien desde ese día pasó a ser, simplemente, Francisco y, dice –entre otras cosas, que quiere “pastores que huelan a oveja”.
Mientras los humanos nos entretenemos con nuestro microcosmos, el planeta decide que tiene otras preocupaciones y se empieza a estremecer –de nuevo- en torno a la isla del El Hierro, recordándonos que nuestras pequeñas tribulaciones son eso: pequeñas.
El año está siendo extraño en el aspecto meteorológico, con un casi permanente flujo de vientos del oeste, que ha llevado aguas y vientos a las islas occidentales, dejando huérfanas de lluvias a las islas de oriente. Las mareas golpean furiosas las costas de las Islas batiendo las rocas y removiendo los fondos pero el agua ha pasado de largo, dejando unas pequeñas garujas en Gran Canaria, Fuerteventura y Lanzarote.
Ahora también parece que Vulcano y Hades se aliaran en los subsuelos, alimentando las calderas de sus fraguas y estremeciendo a la isla más joven desde sus cimientos de basalto.
Si uno alza la vista a los cielos podrá comprobar como Júpiter es visible a occidente en la Constelación de Tauro, entre Aldebarán y Alcione, señalando su preeminencia planetaria. A veces me gustaría ser supersticioso y configurar una explicación fantasiosa y poética a nuestros pequeños devenires humanos. Me hubiese gustado aprender astrología con los persas, caldeos o egipcios; quiromancia y adivinación con los chinos; música y danza con los derviches turcos; navegación con los polinesios o retórica con los griegos.
Pero no, debo asumir que fui educado por mi propia didáctica, tomando algo de Paleontología y Vulcanismo de Joaquín Meco Cabrera, mucho de la antigua Biblioteca Pública del Obelisco, algo más de la Enciclopaedia Britannica y de los fondos de  Folio Editorial en Londres.
Con esta mezcla –asumo- sólo es posible que uno enhebre estas líneas antes de que se acabe el mes de marzo, observando el mar azul y siguiendo cada sorprendente declaración del nuevo Papa (arrodillado al lavar los pies de sus ovejas), con un ojo puesto en los temblores al oeste de la Isla del Meridiano y el otro en la novela que está pariéndose al otro lado de este archivo.