KOPI LUWAK (CAPÍTULO VI)




VI
L’Esprit de Saint Louis1


Cortando la mar, volando sobre las olas, el casco afilado del cayuco abría su camino entre un terrible oleaje frontal que frenaba su avance, sacudiendo las cuadernas de la magnífica embarcación. Los pasajeros estaban acurrucados, tapados con lienzos encerados que los protegían de los rociones de agua, tiritando de frío y de miedo. El viento cruzado del oeste rizaba las crestas oscuras del mar embravecido, salpicando la cubierta.
Bour Siien había perdido uno de los dos motores que impulsaban al Espíritu de San Luis. El cayuco se había encontrado con la cola de un frente frío prematuro, que traía vientos de casi cuarenta nudos y chubascos dispersos desde el oeste. Estaban en algún lugar entre las costas mauritanas y Canarias, a más de ciento cincuenta millas al sur.
Todavía no habían divisado el pico del Teide.
Desde la noche anterior, cuando el motor de estribor se negó a continuar su trabajo, después de que una enorme ola extraviada le doblase la hélice, tenían sólo la mitad del impulso previsto y los ánimos a bordo empezaban a ser sombríos.
Durante los primeros siete días de travesía todo había ido de acuerdo a lo previsto, navegando en una mar llana, con noches claras y estrelladas, cerca de las costas africanas; pero al octavo las cosas empezaron a torcerse: algunos de los pasajeros estaban muy impacientes, no eran gentes de mar; la mayoría no sabía nadar y el estar tantos días inmóviles en unos asientos que los dejaban expuestos al sol inclemente durante el día y al terrible frío húmedo durante la noche estaba haciendo mella en su estado de ánimo.
Bour Siien había salido de Djefere, donde tenía su cayuco, después de haberlo arranchado por completo. Allí embarcaron treinta y dos personas, procedentes de la región de Kaolak.
El mandén se iba a gastar buena parte de sus ahorros en aquella expedición. En Djifere le había comprado a un mercader mauritano dos motores renovados, unos magníficos Evinrude de 50 CV, de segunda mano, que le habían costado un millón seiscientos mil francos CFA cada uno, unos dos mil quinientos cambiados a euros. El casco de L’Esprit de Saint Louis ni siquiera lo iba a contabilizar porque lo había fabricado con su propio esfuerzo y sapiencia de carpintero de ribera.
Compró combustible para el viaje: tres mil quinientos litros de gasolina mezclados con aceite para los motores que le habían costado dos millones y medio de francos CFA, unos tres mil quinientos euros. Estaban repartidos en bidones de veinte litros, bien mezclados. Además llevaba a bordo dos brújulas alemanas, que le habían costado sesenta mil francos CFA cada una, es decir, poco más de cien euros.
Quería hacerse a la mar con dos sistemas de orientación GPS, valorados en ciento cincuenta mil francos, pero sólo pudo comprar uno. La demanda de la creciente flotilla que se acumulaba en las playas había agotado las existencias de las tiendas de suministros desde Casamance hasta Saint Louis: había muchas expediciones preparándose para llegar a Canarias.
El mandén quería ser el primero en arribar, demostrando que era posible alcanzar las islas cruzando las mil millas de distancia en mar abierto con un gal senegalés.
El agua y la comida a bordo para unas sesenta personas las compraría en Saint Louis antes de salir, una vez embarcados otros veintiséis pasajeros. Lo único que debía aportar cada uno de ellos era la comida, consistente, básicamente, en arroz. También llevarían galletas, leche, frutas y cacahuetes. El cayuco iba a llevar tres mil litros de agua repartidos en ciento cincuenta bidones de veinte litros cada uno. El presupuesto para el agua y la comida era de medio millón de francos CFA, unos mil quinientos euros, los cuales debían ser costeados proporcionalmente por cada pasajero.
Una vez preparados, se hicieron a la mar desde Saint Louis, con la marea alta y la luna en cuarto menguante, con un rumbo inicial a Nouadhibou, en Mauritania, como si fueran una flecha lanzada hacia el septentrión, cinco grados de latitud más al norte, algo más de trescientas millas de mar paralelos a la costa, justo a mitad de camino.
Al principio de la singladura mantuvieron su moral alta con canciones y relatos de las etnias de los países de la costa de África, cocinando arroz con pollo en una cocinilla que habían montado en el centro del navío. Los aventureros estaban muy animados y reinaba buena camaradería. Cada cual contaba sus sueños al llegar a Europa; unos decían que querían jugar al fútbol como E’too o Drogbà en los clubes importantes del continente europeo, otros querían ganar dinero cultivando pimientos o tomates en los invernaderos de El Ejido o de La Aldea, para volver al pueblo con un quad; aunque la mayoría, más realista, sólo deseaba encontrar un trabajo para comer cada día y poder enviar dinero a sus familias.
Bour Siien había elegido entre los pasajeros a cuatro timoneles entre los que sabían algo del mar. Los cinco se turnaban a la caña de la embarcación, siguiendo el rumbo Norte que él les había indicado en la brújula. Bour Siien iba anotando puntualmente en el cuaderno de bitácora toda incidencia digna de reseñar, cada tres horas, al menos, y las lecturas del GPS, junto con las horas de orto y ocaso de sol y luna.
Al amanecer del octavo día todo empezó a cambiar, como si hubiese caído una maldición, después de que los intentos de reparar la avería del motor fueran infructuosos. La hélice no tenía remedio. Los pasajeros se hundieron entonces en sus asientos, deprimidos, callados, como asustados por un mal presagio, comprobando como el gal reducía su impulso con un solo motor.
El cayuco avanzaba con la mitad de la potencia prevista. La mar, como si hubiese estado esperando el infortunio, se encrespó rápidamente y el viento empezó a soplar fresco del oeste, coronando las crestas de las olas con una espuma silbante. Uno tras otro, tres de los cuatro timoneles empezaron a retirarse de los turnos de gobierno, unos alegando padecer el mal del mar, otros simplemente quedándose sentados, con la cara pasmada, inmóviles, sin acudir a su turno en el timón de popa.
Habían abandonado la navegación paralela a la costa desde hacía dos días. Se encontraban en medio del océano, amedrentados por las olas y el efecto terrible de tobogán que causaban en el gobierno de la nave. Bour Siien les permitió refugiarse en el fondo del cayuco, donde hacían falta manos para evacuar el agua, que las olas metían en cada embestida, con cualquier recipiente disponible.
La mar revuelta no permitía que se pudiera cocinar ni moverse del sitio, y cada uno estaba acurrucado y preso de sus propios miedos, tiritando de frío, comiendo galletas mojadas y chupando palos de regaliz africano en silencio.
Un muchacho de unos quince años, de aspecto frágil, que llevaba unas gafas de gruesos cristales de miope –su tesoro-, empapadas de salitre, fue el único de los cuatro timoneles que mantuvo la serenidad, agarrado a la caña, apuntando la proa hacia donde Bour Siien le decía, sin asustarse por los bandazos ni los crujidos del timón cuando la mar lo flexionaba. El muchacho, de la etnia sérère, se había embarcado huyendo de su padrastro que lo castigaba cruelmente porque había sido rechazado en el ejército y prefería morir sujeto al timón antes de rendirse o de dar la vuelta, como algunos empezaban a sugerir.
-“Mbake Ndeb Njay”, le dijo el chico cuando Bour Siien le preguntó su nombre.
-¿Cómo el antiguo rey de Sine?
- Sí, patrón. Así me pusieron, esperando que fuera grande y poderoso. Pero me he quedado pequeño y necesito estas gafas para ver. No me quieren en el ejército ni en mi casa.
- Para ser grande, no es necesario serlo por fuera. Tú lo eres por dentro, Mbake, mucho más que los que son grandes de cuerpo pero están vacíos por dentro. Vamos a llevar este cayuco entre tú y yo hasta el destino. Ánimo, valiente sérère.2
Bour Siien y Mbake se turnaron en guardias de tres horas, guiando la magnífica embarcación tambaleante por el mar encrespado. A pesar de carecer del impulso de los dos motores, el cayuco no escoraba, tajando la mar rumbo al norte sin deriva apreciable.
Intentaban llevar el rumbo de brújula entre 355º y 5º, siguiendo un rumbo norte aproximado, ya que la aguja oscilaba con cada ola. Era difícil precisar con una mar tan revuelta, pero los dos timoneles buscaban mantener la línea recta que los debía llevar hasta Canarias.
De pronto se dieron cuenta de que el GPS había recibido una gran salpicadura y las lecturas que daba no eran buenas. La última que había anotado era que se encontraba a 24º 45’ 30’’ Norte y 16º 15’ 32’’ Oeste, un grado más al norte del Trópico de Cáncer, a medio camino entre Nouadhibou y la Punta Tenefé, justo entre la costa mauritana y Canarias, a unas trescientas millas al sur del destino soñado. De eso hacía un día entero.
Durante ese octavo día, se mantuvo el cielo cubierto, cayendo una fina cortina de agua de lluvia que le recordó a Bour Siien sus tiempos en los mares del norte, entre Zelanda y Frisia, capeando borrascas entrelazadas. Era difícil orientarse en aquellas condiciones, con el gris difuminando la frontera entre mar y cielo. El casco amarillo refulgía como un sol bamboleante entre las olas, cabalgando la mar hacia el Archipiélago Afortunado.
La octava noche cayó tan cubierta de nubes como el día y no pudieron observar las estrellas. El capitán se mantuvo en silencio y no le dijo nada a su timonel, pero se sentía perdido.
El noveno día fue terrible, con una lluvia continua que había convertido mar y cielo en plomo. Todo era de un tono gris metálico, del que sólo sobresalía el amarillo de la embarcación y las crestas blancas de la espuma sobre las olas. La mar estaba bravía pero el cayuco mantenía el rumbo, navegando lentamente sobre la marejada. Bour Siien estaba preocupado. Podría haber derivado mucho hacia el interior del Atlántico y entonces iban a sobrepasar Canarias, quedándose sin combustible en medio del océano. La única esperanza era que se despejara el cielo y pudiesen ver los picos montañosos de las islas o tomar alguna buena lectura del sol a mediodía.
Al amanecer del décimo día, los africanos estaban hundidos y empezaban a oírse rumores de desánimo y desesperación. Bour Siien sabía lo importante que era mantener la calma del pasaje. El cielo –por fin- empezaba a abrirse antes del amanecer, mostrando claros entre las nubes por donde se veían las últimas estrellas y parecía que la línea de mal tiempo los hubiera sobrepasado. El horizonte hacia el oeste estaba limpio y sólo se veían los yunques inconfundibles de cúmulo nimbus aislados hacia el este, por donde empezaba a pintarse una aurora de tonalidades bermejas.
Había dejado de llover, aunque la mar seguía encrespada con unas grandes olas tendidas del norte que pasaban bajo el casco sin el efecto demoledor de la noche anterior. El giro de la tierra había llegado al punto donde el sol empezaba a mostrar la luminosidad tenue del alba.
El capitán pudo entonces poner sus conocimientos en práctica. Conocía un medio para saber de forma aproximada la situación de su gal: tomó su viejo Omega Seamaster ajustado con la hora de Dákar. Con ese instrumento, la hora del orto del sol y la brújula iba a averiguar con proximidad suficiente dónde estaba y adónde se iba a dirigir.
Bour Siien se dirigió a sus compañeros de viaje:
“Compañeros africanos. Hemos perdido un motor y vamos más lentos que hace dos días, pero navegamos de acuerdo al rumbo, y el otro motor funciona perfectamente. El GPS está estropeado, es cierto; aunque sé cómo encontrar nuestra posición. Llegaremos dos o tres días más tarde, pero tenemos combustible, agua y comida para eso. Necesito que recen y que coman. Hay que estar fuertes. Europa nos espera.”
El pequeño discurso sirvió al menos para que cesaran temporalmente los murmullos y el desánimo. Bour Siien se puso de pie mirando hacia el este con el cronómetro en la mano: parecía el juez de una carrera; aunque esta carrera era por su vida y la de los que llevaba a bordo. La vida de cincuenta y nueve personas, incluida la suya, dependía de la precisión de su anotación.
Cuando el sol apareció sobre el horizonte como una uña naranja, Bour Siien le dictó a Mbake:
-Apunta, Mbake; son las 6 horas, 55 minutos, 30 segundos: orto de hoy, día 12 de septiembre de 2004.
Su buen cronómetro estaba ajustado con la hora de salida en Dákar, que correspondía con todo el Senegal y la del meridiano de Greenwich. También tenía las tablas con los datos del orto y del ocaso del sol en los puertos del África occidental, incluido el de Nouadibhou, muy cerca de la última posición conocida. También había llevado los datos de orto y ocaso de las distintas islas de Canarias. Podría comparar la salida del sol con la de Santa Lucía en el sur de Gran Canaria ese mismo día. Con esa información podría averiguar en qué posición se encontraba, de una forma muy aproximada.
Según sus tablas, el día doce de septiembre el sol había salido en Nouadibhou a las 6 horas y 52 minutos y se pondría a las 19 horas y 22 minutos.
Tomó las anotaciones y se sentó a hacer cálculos:
“ Hoy el sol en la longitud de nuestro destino en el sur de Gran Canaria salió a las 6 horas y 42 minutos exactos. En el lugar donde estamos hoy ha salido a las 6 horas con 55 minutos y medio. Hay una diferencia de trece minutos y medio, suponiendo que estuviésemos en la misma latitud.
Deberíamos suponer que estamos más al sur que nuestro destino, pero esos 13 minutos y medio me indican que –si estuviésemos en la misma latitud- nos hemos adentrado unas 270 millas hacia el oeste.
Este cálculo lo obtengo porque cada minuto de retraso en amanecer sobre la referencia anterior significa unas 20 millas marinas hacia el oeste. Veinte millas multiplicadas por los trece minutos y medio de retraso solar nos dan esas doscientas setenta millas. ¡Estamos adentrándonos en el Atlántico, fuera de rumbo! ¡Debemos poner rumbo al noreste inmediatamente!”
-Mbake ¡Prepárate a virar! ¡Pon el timón al noreste inmediatamente! ¡Rumbo 30º a estribor! –ordenó el capitán.
-Sí, patrón-, respondió Mbake sin dudar, virando hacia su derecha y haciendo que la proa del cayuco se enfrentara directamente al oleaje, encabritando el navío en un sube y baja sobre la mar tendida.
Los africanos detectaron el cambio de rumbo, algunos se sacudieron del letargo y otros empezaron a entonar canciones de Yosouf N’dour, Oumu Sangaré y Vieux Farka Touré, acompañando la música con el palmear sobre los bancos donde estaban sentados y elevando la música coral sobre el oleaje, mientras empezaba a sonar una kira que salió de algún sitio, como por arte de magia.
Atraídos por la música que procedía del gal, una bandada de delfines mulares se acercaron por la proa y empezaron a saltar al ritmo que marcaba aquel coro de navegantes. Durante un buen rato acompañaron la lenta navegación del navío, brincando alegres, abriéndole camino a la proa orgullosa que hendía el mar con rumbo noreste.
Quedaba averiguar de forma aproximada la latitud. A medio día, Bour Siien se puso en pie junto al timón de popa, marcó la posición más elevada del sol sobre el horizonte y calculó los grados que le faltaban al sol para el punto ideal que se encontraba justo sobre su cabeza, usando el ángulo formado entre sus dedos pulgar e índice.
Se aproximaba el equinoccio de otoño y la duración entre el día y la noche estaban muy próximas. Sabía que sus observaciones no tenían que ser muy precisas. Sólo necesitaba saber cuánto se había desviado de la trayectoria.
Miró al sol de mediodía: la diferencia entre el cénit y el punto central de la bóveda, con la aproximación que permitían sus medios rudimentarios, eran de unos 26º 30’, medidos con sus dedos y trasladados a una simple escala angular hecha en un papel en el que había trazado un semicírculo.
Así a ojo, Bour Siien reprodujo lo que le habían enseñado los viejos marineros de Djifere cuando empezó a navegar, usando sus ojos y los ángulos naturales de su cuerpo, había repetido las proezas de los épicos navegantes que habían sido descritos por poetas ciegos y vates mestizos, desde Homero a Derek Walcott.
Dedujo unos pocos minutos de su medida para corregir los días que faltaban para el equinoccio y asumió que debían estar situados a unos 26º 15’ de latitud norte. Según esa medición, les faltaban casi 1º y 30’ para alcanzar la latitud 27º 44’ 48’’, la correspondiente a la punta meridional de Gran Canaria.
El patrón sabía que un grado geográfico de diferencia en cualquier meridiano equivalía a 60 millas náuticas, con lo cual los otros 30’ restantes equivaldrían a la mitad: unas 30 millas. Es decir, estaba a unas noventa millas, ciento cincuenta kilómetros al sur de la latitud que buscaba.
Con esos cálculos aproximados, el mandén les dijo a todos que dirigieran sus miradas a un gran sector del mar frente a ellos, entre el norte y noreste de la brújula, ofreciendo su reloj a quien fuera el primero en divisar los picos de la islas afortunadas sobre un horizonte que se despejaba rápidamente.
Se había ido aclarando el cielo y la embarcación avanzaba por una mar cada vez más tendida. Iban a unas 8 millas por hora, pero no se avistaba tierra en ninguna dirección. Sólo algún pez volador, levantaba el vuelo al paso del cayuco, huyendo de las bandadas de bonitos listados que los perseguían entre dos aguas, para caer planeando cientos de metros más allá.
Después de la excitación inicial, el horizonte siguió plano durante horas interminables, sin tierra a la vista. Los pasajeros, cansados los ojos y el ánimo, volvieron al silencio mientras caía la tarde. Algunos estaban adormilados en sus bancos, apoyados en los que se mantenían todavía enhiestos, con los ojos abiertos. Animados por el mandén bebían agua de las garrafas que se pasaban de unos a otros hasta que se vaciaban:
“Pueden estar varios días sin comer, pero no sin beber. El mar es como el desierto, acabará con ustedes si no toman agua. Beban aunque no tengan sed. Es importante estar hidratados. No quiero a nadie con los labios agrietados. Hay que llegar con salud a Europa. Ya falta poco”. Bour Siien les animaba mientras oteaba el horizonte con el sol cayendo.
Como un buen presagio ese anochecer el mandén observó el rayo verde al entrar el disco solar en el agua. El breve reflejo verde que quedó sobre el horizonte cuando el sol se hundió en el agua indicaba que la mar se estaba serenando y que L’Esprit de Saint Louis podría navegar más rápido.
La noche caía cubriendo de oscuridad aparente la embarcación. La mar refulgía en la penumbra de la noche sin luna, mientras el casco atravesaba la fosforescencia del pláncton flotante; entonces se pudo observar la silueta de una pardela, y luego otra, trazando arcos, danzando sobre el mar, sólo a la vista cuando se recortaban volando sobre el horizonte, rozando la superficie con las puntas de las alas, planeando como bumeranes sobre el agua, en busca de peces y despojos entre las olas, volviéndose a levantar y tornar en un planeo continuo. Las islas debían estar cerca.
El sonido que hacían las aves, llamándose entre las crestas del mar tendido, que remedaba al de niños plañiendo, acabó despertando a más de uno de aquellos africanos descorazonados, pensando que alguno de sus hijos lo llamaba desde la cuna de sus aldeas en la sabana.
De pronto, con la nitidez del reflejo opaco del cristal de obsidiana, alguien gritó: ¡tierra! Efectivamente, por la amura de babor se entreveía la silueta piramidal de Tenerife en el cielo tachonado de estrellas. La isla volcán emergía del mar bajo el titilar de las estrellas, recortada contra el horizonte nocturno como una gigantesca pirámide.
Los africanos se unieron en una plegaria a sus divinidades ancestrales, sintiéndose salvados, cerca del paraíso prometido. El mandén les dijo que no iban hacia allí, sino que iban a desembarcar en otra de las islas, con mejores playas, para hacerlo sin riesgos.
Siguieron navegando dejando aquella montaña mítica a babor mientras se dirigían hacia Gran Canaria, unos pocos grados más hacia el este, cruzando el estrecho que separa las islas centrales del Archipiélago. Al inicio de la nueva travesía se encontraron una fuerte marejada que volvió a mojarlos durante un buen rato.
Antes de que cundiera el desánimo, se vio la oscura silueta redonda de la isla de destino mientras entraban en la zona de sotavento, a cubierto del embate del incansable alisio. Surcaban un mar en calma, paralelos a la invisible y oscura costa cuando Mbake vio un resplandor en el horizonte a proa. Sólo había sido el fulgor de una breve luz muy baja en el horizonte. Al principio no se lo dijo al patrón, pensando que podía ser su imaginación, un barco lejano o su mala vista. Pero volvió a verlo: un destello y luego dos parpadeos seguidos.
-“Patrón, veo una luz a proa. Creo que es un faro. También hay otras luces en la costa. Mire allí, la luz titila pero se repite: una larga, pausa y dos breves.” –le dijo a Bour Siine en un susurro.
El mandén se puso en pie y escudriñó el mar. Al principio no pudo verlo, quizás cubierto por algún celaje, pero no tardó en divisarlo. Era muy bajo, muy tenue, a casi una cuarta del rumbo que llevaban, pero era un faro, sin duda.
-Buena vista, Mbake. Apunta la proa hacia ese faro.


1 The Spirit of Saint Louis, es el nombre del avión de Charles“Slim” Lindbergh, el primer avión que cruzó el Atlántico sin escalas, desde Nueva York hasta París, en 1922.
2 Sérère: etnia de Senegal. Muchos militares y funcionarios son de esta etnia. El primer presidente del Senegal y poeta Léopold Sédar Senghor era de etnia sérère.