lunes, 30 de enero de 2012

LA CLANDESTINIDAD

En estas épocas donde muchos de nosotros nos exponemos -más o menos voluntariamente- a un amplio público, he estado alejado de las redes sociales durante un par de semanas; y he constatado que hay vida más allá del ciberespacio
No es que lo dudara, pero desde que abrí el blog y la cuenta de facebook había estado conectado casi todos los días, sintiéndome en la obligación de escribir alguna esquelita, noticia breve o anécdota que se me pasara por la mente; a veces, sin ni siquiera haberla revisado de forma apropiada.
Mi última entradilla en el blog data del 8 de enero y desde entonces no he estado presente en el éter moderno, salvo para comprobar mi correo electrónico. Mientras escribo esta reflexión me doy cuenta que en algún momento me he sentido en la clandestinidad, trabajando en la oscuridad sin exponer al juicio de mis lectores nada de lo que urdo. Y debo reconocer que me gusta la sensación.
Mientras ustedes leen esto me (re)convierto en evanescente poeta y en oculto prosista que su madeja teje en la discreción y la clandestinidad. Y esta vez voluntariamente.

domingo, 8 de enero de 2012

LA DECADENCIA DE OCCIDENTE

Acabo de superar este periodo navideño sin haber aumentado de peso, pero con la barba y el pelo recrecido. Pensaba cortármelo uno de esos días perdidos entre el final de año y la fiesta de los Reyes Magos y con ese fin me acerqué a la barbería de don Pedro, el de Tamaraceite, para que me ilustrara sobre las razones por las que todavía no ha llovido este otoño mientras me cortaba las greñas jamaicanas.

Para mi desazón, al pasar en el coche delante de su oficina, la encontré con un cartel donde decía que estaba cerrada por enfermedad. Todavía no sé de qué índole es tal enfermedad o siquiera quién es el paciente.

Lamentaría que fuera el propio don Pedro el enfermo. Agradezco su charla ilustrada todavía más que su arte con la navaja y las tijeras. Cortarme el pelo siempre fue una tortura y lo evitaba durante semanas hasta que alguien me comentaba el parecido con las rastas de Bob Marley o la pelambrera de Michael Jackson antes de blanquearse. Así que desde que entré perdido en la barbería de Tamaraceite acudía regularmente a la cita cultural con mi buen fígaro.

Acabo de decidir que hasta no sepa el destino de mi barbero, mi pelo crespo va a seguir creciendo y enroscándose en volutas africanas o caribeñas, haciéndole guiños a los genes bereberes que corren por mi sangre.

Mientras el pelo crece la vida sigue. Hemos superado la fiebre de los regalos, cumpliendo el protocolo familiar. Pero este año me han llamado poderosamente la atención dos hechos: el primero es que los contenedores de basura no estaban rebosantes de cajas vacías de cartón ni de desechos varios al día siguiente de Reyes; y el segundo es la cantidad de libros usados que asomaban de un repleto contenedor azul de reciclaje de papel.

He removido algunos de ellos para comprobar qué habían tirado: había varias novelas rosas de esa pariente de Diana de Gales, Barbara Cartland, que mostraban las páginas arrugadas en los bordes, una enciclopedia de la editorial Salvat y algunos manuales de auto-ayuda.

La vista de esos libros arrojados al olvido me hizo recordar la existencia de una tienda cercana de libros de segunda mano. Parecía una convocatoria de los hados, una referencia a mi ilustrado barbero. Anduve por los montones de libros entongados sin mucho concierto. Y en una esquina encontré lo que buscaba sin saberlo: “La decadencia de occidente” de Oswald Spengler, en una edición de 1959, encuadernada en piel. Me costó ocho euros, un precio justo para el subversivo de Spengler, casi un siglo más tarde.

Pasen y lean lo que Spengler escribió en 1918. Les dejo el enlace a la edición virtual y el extracto final del último capítulo. Esperemos que el precursor no tuviera razón en cuestiones como el “cesarismo” que sucede a la democracia.
                                                            
                                              LA EDITORIAL VIRTUAL
                                               
                                                            El dinero
                                                                  8
[No menos titánica es, empero, la acometida del dinero a la fuerza espiritual. La industria está adherida a la tierra como la vida aldeana; tiene su sitio señalado, y las fuentes de materia prima surgen del suelo en determinados puntos. Sólo la alta finanza es libre por completo, inaprehensible. Los bancos, y con ellos las bolsas, desde 1789 han ido respondiendo a las necesidades de crédito que siente en proporción creciente la industria; con lo cual se han constituido en fuerzas substantivas y pretenden ser, como siempre el dinero en toda civilización, la única fuerza. La vieja lucha entre la economía productora y la economía conquistadora se eleva hasta convertirse ahora en una silenciosa y gigantesca lucha de los espíritus en el suelo de las urbes cosmopolitas. Es la lucha desesperada entre el pensamiento técnico, que quiere ser libre, y el pensamiento financiero [377].
La dictadura del dinero progresa y se acerca a un punto máximo natural, en la civilización fáustica como en cualquier otra. Y ahora sucede algo que sólo puede comprender quien haya penetrado en la esencia del dinero. Si éste fuese algo tangible, su existencia seria eterna. Pero como es una forma del pensamiento, ha de extinguirse tan pronto como haya sido pensado hasta sus últimos confines el mundo económico, y ha de extinguirse por faltarle materia. Invadió la vida del campo y movilizó el suelo; ha transformado en negocio toda especie de oficio; invade hoy, victorioso, la industria para convertir en su presa y botín el trabajo productivo de empresarios, ingenieros y obreros. La máquina, con su séquito humano, la soberana del siglo, está en peligro de sucumbir a un poder más fuerte. Pero, llegado a este punto, el dinero se halla al término de sus éxitos, y comienza la última lucha, en que la civilización recibe su forma definitiva: la lucha entre el dinero y la sangre.
El advenimiento del cesarismo quiebra la dictadura del dinero y de su arma política, la democracia. Tras un largo triunfo de la economía urbana y sus intereses, sobre la fuerza morfogenética política, revélase al cabo más fuerte el aspecto político de la vida. La espada vence sobre el dinero; la voluntad de dominio vence a la voluntad de botín. Si llamamos capitalismo a esos poderes del dinero [378] y socialismo a la voluntad de dar vida a una poderosa organización político-económica, por encima de todos los intereses de clase, a la voluntad de construir un sistema de noble cuidado y de deber, que mantenga «en forma» el conjunto para la lucha decisiva de la historia, entonces esa lucha es, al mismo tiempo, la contienda entre el dinero y el derecho [379]. Los poderes privados de la economía quieren vía franca para su conquista de grandes fortunas: que no haya legislación que les estorbe la marcha. Quieren hacer las leyes en su propio interés, y para ello utilizan la herramienta por ellos creada: la democracia, el partido pagado. El derecho, para contener esta agresión, necesita de una tradición distinguida, necesita la ambición de fuertes estirpes, ambición que no halla su recompensa en el amontonamiento de riquezas, sino en las tareas del auténtico gobierno, allende todo provecho de dinero.] ...
...[No somos libres de conseguir esto o aquello, sino de hacer lo necesario o no hacer nada. Los problemas que plantea la necesidad histórica se resuelven siempre con el individuo o contra él.
Ducunt fata volentem, nolentem trahunt.]