Mi amigo Dudú (éste no es su
verdadero nombre) ha vuelto, como siempre, sin avisar. Vino sin otro calzado
que unas sandalias chinas de plástico ni otra ropa de abrigo que una
desvencijada chaqueta de chándal de deportes. Nos dijo que en África había
dejado su reloj, su móvil y unas buenas zapatillas de deporte, “donadas” a
varios amigos que le dijeron que él era un afortunado que podría recuperar sus
símbolos de bienestar en la tierra de plenitud material de los “toubabs”.
Dudú es un senegalés de etnia
wolof que los avisados lectores de mi novela Kopi Luwak reconocerán al
instante, así como todos aquellos que hayan leído mi blog. Dudú me ayudó a
trazar el epopéyico viaje del mandén Bour Siien, a bordo de un cayuco, desde
las playas de Saint Louis hasta Maspalomas, novelando el primer viaje épico de
un gal senegalés hasta las costas
canarias.
Escribí Kopi Luwak en los
febriles meses de 2010 en los que intentaba construir la novela, usando todo mi
tiempo libre, cuando los naufragios de cayucos, los albores de la crisis económica española y la tecnología
del SIVE ya habían hecho mella en los ánimos de muchos subsaharianos que
soñaban alcanzar el paraíso vía Canarias, y las oleadas de parias africanos
estaban en franco retroceso, pero muy frescas en mi conciencia.
Mi mujer y yo conocimos al
comerciante wolof en el Paseo de las Canteras cuando ataviado con un blusón
africano y tocado con un bonete característico vendía todo tipo de figuritas,
máscaras y pulseritas hechas en serie por los artesanos “poular” de su país.
Armado con su sonrisa y su
maestría en el regateo, nos fue vendiendo brazaletes, estatuas de jirafas,
guerreros masai, y amuletos a cambio de una charla regular donde yo obtenía
información acerca de los asuntos que necesitaba para hilvanar mi novela.
Con el paso de las semanas, la
relación se fue haciendo más estrecha y nos enteramos de su filiación y
progenie, de sus ilusiones y sus angustias.
Fue Dudú quien bautizó a Bour
Siien, quien me habló de los manglares en la desembocadura del Gambia, de las
máscaras ceremoniales de Costa de Marfil y de las penurias de las casas de
adobe cuando llegan las lluvias torrenciales.
Cada frase o información suya era
compensada, primero con la compra de alguna de sus figuritas, después con
alguna invitación a almorzar arroz a la libanesa o con algún óbolo para pagar
la renta de uno de esos pisos patera que jalonan los alrededores de la playa.
También lo transportamos al puerto en alguno de sus intentos de probar mejor
suerte en Tenerife o de rescatarlo para que volviera a la Gran Canaria.
Un día nos dijo que se regresaba
a su patria –despreciando su duramente trabajada tarjeta de residente
legal-usando la vía más barata y peligrosa: primero embarcando desde Canarias
hasta Cádiz para luego saltar desde la Península a Ceuta, descendiendo a
continuación en un vértigo de calor hacia el sur: Marruecos, Sáhara, Mauritania
y, por fin, el Senegal, destino de Dudú, aunque el conductor quería alcanzar
Liberia.
Nuestro amigo se fue en compañía
de otros tres subsaharianos en una furgoneta cargada de objetos de segunda mano
-entre ellas una bicicleta que estuvo años acumulando polvo en nuestro sótano-
y la ilusión por volver a la patria. Los africanos no estaban demasiado
pertrechados y sólo contaban con un poco de agua y algunos víveres para la
semana de travesía continental que les esperaba una vez desembarcaran en tierra
firme. Contaban con encontrar buenos samaritanos para poder alimentarse por el
camino.
Los viajeros estaban quizás más
preocupados por el trato de los policías fronterizos de algunos de los países
que iban a atravesar y su ansia de rapiña que por la escasez de provisiones.
No tuvimos informaciones de los
africanos hasta que Dudú nos llamó dos semanas más tarde, con las risas de su
mujer e hijos de fondo. “Estoy en Touba, amigo”.
Nuestra incertidumbre se liberó
después de quince de días de zozobra. El wolof había regresado a casa, y allí
era donde mejor podía estar.
Hemos estado varios meses sin
saber nada del wolof hasta que volvimos a recibir una llamada la última luna
llena: “Amigo Antonio, Dudú está de vuelta”.
No cabíamos en nuestra sorpresa.
Lo habíamos supuesto trabajando en una de las plantaciones de cacahuetes entre
Touba y Kaolak, disfrutando de sus hijos y oyendo la cantarina risa de su
mujer.
Había regresado por la misma ruta
que había usado para escapar de la crisis española pero a la inversa. “El rey
de Marruecos ha cerrado un acuerdo con el nuevo Gobierno de Senegal para
exportar naranjas. Los camioneros vuelven casi siempre de vacío y no se niegan
a llevar pasajeros en la cabina. Me subí a uno en Dákar y llegué hasta Ceuta.
Desde allí crucé hasta Algeciras. El resto ya lo sabes: me subí al ferry y aquí
estoy”.
Me contó sus planes. Se iba a
Tenerife donde, al parecer, le habían conseguido un trabajo. Necesitaba lo de
siempre, sin ni siquiera pedirlo: dinero, calzado y abrigo.
Cuando lo vimos nos pareció que
había envejecido mucho en poco tiempo y su pelo había encanecido, dándole un
aspecto de humilde Mandela que acentuaban sus ojos tristes.
Le ofrecimos lo que pedía,
añadiéndole todas las figuritas que teníamos en casa desde hacía varios años:
las podría revender y conseguirse algunos euros para empezar en la isla vecina.
Nos pareció que devolverle las
figuritas era una buena señal y cerraba el círculo que empezó nuestra amistad,
permitiendo un nuevo comienzo. Para ello prometía traernos unas máscaras
antiguas de la etnia dogón cuando volviera al Senegal en otro de sus viajes de
ida y vuelta al continente.
“Shalam Dudú, sé bienvenido de
nuevo”
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