miércoles, 15 de enero de 2014

NUR, LA LUZ (2ª PARTE)

NUR, La luz (2ª parte)

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La luz que impregna la ciudad nos debió llevar al puesto solitario de don Francisco Rodríguez Estévez. Detrás del mostrador me pareció un noble romano, de ojos luminosos, perfil latino y pelo cano, que vendía jamones, embutidos y carnes.
Según nos cortaba unos perniles del mejor jamón que habíamos probado, nos contó, nos relató y nos encantó con sus narraciones. Según hablaba se me antojó que un narrador medieval se manifestaba ante nosotros en el zoco, enlazaba las historias mientras cortaba el jamón o nos ofrecía el mejor solomillo de cerdo ibérico que hemos catado.
Nos explicó que los cerdos procedían de la Sierra Norte de Sevilla, que pacían entre bellotas donde alguna vez el emperador Trajano se había hecho construir una villa. Cada cerdo tenía una hectárea entre Alanís y el Pedroso.
Por aquellas tierras los cerdos hozaban entre las encinas desde tiempos inmemoriales mientras los romanos obtenían los proyectiles de piedra para  sus catapultas, lastrados por la alta densidad de la roca ferrosa.
De las piedras pasó don Francisco al cine, donde ha actuado en varias decenas de películas y más tarde nos habló de la puerta, de la puerta del mercado, se debe entender. Nos preguntó si habíamos encontrado la entrada; a lo que respondimos que habíamos entrado por un acceso sin marcas.
Nos dijo que había escrito más de seis mil cartas reclamando una puerta para el mercado. Nos enseñó artículos de prensa donde se le entrevistaba para que manifestara su descontento por la destrucción del antiguo mercado y las capas de restos arqueológicos subyacentes.
Nos indicó que el Antiquarium era un mero esqueleto de lo que hubo, que unos pelaron las cáscaras de la cebolla hasta dejar un hueco desnudo. Que los que se decían sabios, excavaron o saquearon para obtener beneficio, que no conocimiento; que se demoraron interminablemente, y no recuerdo qué más cosas terribles que hicieron humedecer los ojos del viejo placero.
Nos dio la dirección de su altar de lloros y lamentos, pidiendo una puerta para que el mercado no deje escapar a sus fantasmas, los conjure y atraiga clientes: www.laencarnaciondesevilla.blogspot.com.es
Desde entonces no dejo de leer al viejo Séneca de la Encarnación, a aquel maestro que he conocido ahora, maestro de la vida, narrador sublime, que empezó tres carreras y se decidió por la del último sabio de Sevilla, memoria de un mercado, defensor de los creyentes, mi amigo Francisco Rodríguez Estévez.
En algún otro momento del viaje nos encontramos con otro amigo del alma, el poeta onubense Antonio Núñez Torrescusa, que subió aguas arriba con su mujer, desde Sanlúcar de Barrameda, para traerme recuerdos comunes de Flandes, caldos de manzanilla y cantos “jondos” de su poesía medieval.
Fue Antonio mi primer lector, crítico y corrector. Leyó en las grises tardes de Eindhoven el manuscrito de “El anillo del pulpo” y en las luminosidades de La Jara de Sanlúcar, el correspondiente de “Kopi Luwak”. Sus doctas observaciones, sus eruditas correcciones me ayudaron a cribar el manuscrito y librarlo de gazapos e inconveniencias que se nos habían escapado a mi esposa y a mí.
Hacía casi diez años que no me encontraba con el poeta, que empieza a ser conocido y reconocido después de décadas de cultivar la poesía con un arte renacentista, más propio de Quevedo que de estos días. Me habló del premio recibido, de sus nanas, de la novela escrita en versos octosílabos, de su creatividad en la plena madurez de jubilado.
En Sevilla nos guió desde los jardines de Murillo, entre callejas, por el Callejón del Agua hasta una placa dedicada al poema en prosa Ocnos, de Luis Cernuda. No lo conocía y desde entonces ando a la búsqueda del Magnolio del poeta sevillano exiliado. Un poco más allá de la placa dedicada a Cernuda, tocaba la guitarra una muchacha de aspecto oriental, pensamos que japonesa, con acordes andaluces. Un sombrero en el suelo esperaba la donación de las hordas de turistas que seguían a guías provistos de un paraguas amarillo, a modo de estandarte.
Llegamos a la vista de la Catedral y la Giralda, desde la sombra de un pasadizo de bóveda alambicada, altiva la torre, resplandeciente al último sol de diciembre, marcando como faro las alturas celestiales, con su acceso sin escaleras, en pendiente helicoidal hasta los 98 metros y medio de altura, por donde la reina Isabel I de Castilla ascendió a caballo y los mortales suben a pie hasta la cumbre de Sevilla.
Las horas volaron en compañía de los amigos, que nos llevaron a La Bodega, un típico bar sevillano, abarrotado de turistas y de andaluces conocedores de la excelencia de la comida. Nos despedimos en la certidumbre de seguir unidos por la amistad, sabiendo que desde Sanlúcar de Barrameda hasta el puerto de las Isletas sólo hay una travesía de tres días en carabela.
Teníamos ya el mal de Stendhal, sin duda, cuando entramos en la basílica catedralicia de Sevilla. Los días anteriores nos habían impresionado mucho más que si hubiésemos andado por Florencia, Venecia y Roma sucesivamente. Casi siempre a pie, volamos desde las alfarerías de Triana –la aberante torre Pelli en lontananza- hasta las riberas del Guadalquivir, llenas de palmeras canarias. Por allí anduvimos, unas veces sin rumbo, otras dirigidos hacia el Museo Arqueológico o a una iglesia determinada. Vimos las cistas de los tartesios y la cerámica pintada con almagra –tan parecidas a las canarias que me hicieron temblar; admiramos las estatuas romanas, testigos de la importancia de la Hispania romana.
Al entrar en el templo principal de la ciudad, la sensación fue de vértigo ante la inmensidad. Era difícil buscar un único punto donde centrar nuestro interés, desde la altura de las naves, la luz que entraba por las vidrieras, el órgano central, los cuadros, las tumbas, las capillas o, incluso el soberbio patio poblado por naranjos con los dorados frutos adornando la vista.
Nos perdimos por la esférica sala cabildicia, con la sensación de entrar en el lugar donde se tomaron las decisiones de la iglesia española durante muchos siglos y, previamente, las de otras creencias, alumbradas por la luz de Sevilla.
El culmen de nuestro viaje nos encontró en nuestra visita al Museo del Hospital de los Venerables. Allí, en un antiguo edificio del siglo XVII, que pertenece hoy día a la Fundación Focus-Abengoa,  http://www.focus.abengoa.es/web/es/index.html
se encuentran, un museo, una pinacoteca, una biblioteca del barroco, un órgano y salas para conciertos y exposiciones varias. Después de haber visto los cuadros de Velázquez, Murillo y Zurbarán, admiramos los frescos de la antigua iglesia, obra del maestro Valdés Leal.
Lo que realmente nos impactó fue la exposición “Luz Nur”, La luz en el arte y la ciencia del mundo islámico. La exposición ha sido recopilada por la erudita Sabiha Al Khemir y estará en Sevilla hasta el día 9 de febrero; después cruzará el Atlántico para ir a Texas, al Dallas Museum of Arts.
Es una exposición única y por primera vez en la historia se han recopilado objetos, libros, tapices, piezas de madera, de cerámica y de otros materiales donde se refleja el interés islámico por la luz, el tiempo y el espacio; desde los tratados de anatomía y cirugía a los astrolabios; desde los fabricantes de autómatas a los de vidrieras y celosías.
El compendio de artes, artesanías y ciencias islámicas son el reflejo del pasado cultural islámico en el Mediterráneo, desde ambas orillas del Estrecho de Gibraltar hasta las fronteras del río Indo. La exposición en sí merecería una dedicación mucho más extensa de lo que es el propósito de este artículo y recomiendo la visita antes de que sus tesoros vuelvan a sus lugares de origen.
Hemos regresado del viaje a Sevilla impregnados por la luz y el interés humano en comprenderla, por entender el mundo que nos rodea, sea de la cultura, etnia o religión que seamos. Hemos tenido contacto con varias personas singulares que se cruzaron en nuestro camino para iluminarnos y apreciar su Sevilla universal. Ante ello sólo podemos musitar, con el oleaje batiendo las playas de Gran Canaria, muchas gracias: “Civis hispalensis sumus”

Enlace al folleto digital de la exposición ‘Luz, Nur’, La luz en el arte y  la ciencia del mundo islámico. Fundación Focus-Abengoa, Sevilla, España. Del 26 de octubre de 2013 – 9 de febrero de 2014.
*Imagen superior: Fragmento de la segunda página de dicho folleto.

NUR, LA LUZ

NUR, La luz (1ª parte)

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Sevilla es luz, la luz que se cuela por las celosías, la que atraviesa los patios, la que se esconde en las callejuelas del antiguo barrio judío, la que se refleja en los naranjos, la que trepa por las enredaderas, la que se mece en las hojas de las palmeras canarias y la que riela en el Guadalquivir.
He concluido el año y empezado esa ilusión de otro nuevo, midiendo el tiempo con un reloj andaluz, con un astrolabio persa y un dios judío. El tránsito de Venus lo atestiguaron estatuas romanas y lo iluminaron lámparas hebreas.
He vuelto de un viaje iniciático a la ciudad que inspiró a la mía, de la imperial Sevilla al Real de Las Palmas de Gran Canaria, en un viaje de ida y vuelta que me causó el tremor volcánico de los ecos de la Historia.
En algún momento me sentí como un astronauta que volvía a su planeta después de andar orbitando el espacio exterior. Fui a Sevilla con mi amada para enamorarme de mis raíces, para sentirme unido a una tierra que sentí como propia, para sentirme tan mestizo como puro, tan andalusí como canario, tan africano como europeo, tan americano como judío, tan árabe como romano, tan tartesio como español.
Llegamos a Sevilla al atardecer, después de la lluvia, con las marismas llenas de agua y el río de barro alfarero, cantando por los jardines de naranjos repletos. El camino del hotel moderno hasta el centro histórico de la ciudad mientras caía la luz con lentitud fue el comienzo de la sorpresa: la ciudad era un jardín, lleno de naranjas orientales ficus americanos y palmeras canarias.
Entramos por la llamada Puerta de la Carne (donde más tarde supimos se encontraba el cementerio judío bajo el aparcamiento), buscando algún sitio donde comer.
Ahí empezó la conjura: unas campanas sonaban muy próximas, con unos tañidos musicales llamando a oración. Tardamos unos minutos en girarnos en la dirección correcta para ver desde dónde nos daban la bienvenida. Al otro lado de la calle destacaba una iglesia pequeña con un pórtico barroco flanqueado por columnas de mármol rojizo y coronada por un campanario triple.
Al entrar en el templo, nos dimos cuenta de que el piso estaba por debajo del nivel de la calle y todo el techo estaba lleno de yeserías barrocas, de una luminosidad nívea. La atmósfera que emanaba el recinto era de serenidad contenida y parecía retener algún misterio que se nos revelaría días más tarde.
Ese atardecer degustamos un plato de “pescaíto” frito, formado por longorones, salmonetes, calamares y algún pez desconocido para mí, pero que nos recordaron a los lagartos de los fondos arenosos de Canarias. Nos supo a manjar de pescadores del estuario, aguas abajo.
En esa primera exploración del barrio de Santa Cruz, nos perdimos en un dédalo de callejuelas retorcidas, donde nos atrajo un museo flamenco detrás de las ventanas enrejadas.
Al día siguiente nos dirigimos hacia la puerta de Carmona, con un mapa para perdernos y el tiempo para hacerlo. Nos metimos a ciegas en una calleja que más tarde sabríamos que se llamaba Verde, repleta de celosías y patios misteriosos. Una voz detrás de nosotros dejó paso a uno de los duendes de la ciudad, que se personificó en doña Encarnación Guillén León, quien volvía de la compra con su tesoro de verduras frescas y tenía el tiempo justo para guiarnos en el laberinto antes de que su hijo llegara de Flandes con la familia.
Doña Encarnación nos abrió los ojos a un patio lleno de enredaderas en los muros y hojas de acanto en los parterres, reflejando la sabiduría en sus ojos claros. Nos dijo donde secaba los cuadros Bartolomé Murillo, al calor de los patios sevillanos, en el Patio de los Cuadros.
Nos guió por la calle Verde, callándose que los judíos resistieron en esa última vía las matanzas de 1391, pero enseñándonos una obra actual, en cuyo sótano tenían lugar las abluciones  rituales de los judíos antes de entrar en la sinagoga cercana, hoy iglesia de San Bartolomé del Compás.
Nos ilustró doña Encarna con la vida y milagros de Miguel de Mañara, quien aparentemente inspiró el Don Juan Tenorio de Zorrilla. Visitamos el palacio renacentista de la calle Levíes, sede de la Consejería de Educación de Andalucía, que respira la historia y está habitado por funcionarios autómatas en el periodo navideño, remedando el movimiento de los ingeniosos mecanismos que posteriormente veríamos en la exposición Nur.
Mientras andábamos leguas entre las callejas, descubrimos rincones insospechados: en una dirección la callejuela era oscura y en la opuesta luminosa, alumbrada por el reflejo solar; aquí una columna de mármol cubría una esquina, en la otra un capitel visigodo asomaba entre el encalado.
Otra noche entramos en el Museo de la Judería de Sevilla, donde nos atendió un joven de perfil moruno, nombre judío y apellido canario: Jaime Moreno Tamarán, licenciado en Historia y guía.
Nos convenció para hacer una visita nocturna guiada por el barrio de Santa Cruz, la antigua judería, mientras nos preguntábamos mutuamente por el Tamarán que adornaba su apellido.
Nos dijo que, según el censo del Gobierno Andaluz, sólo existen unas 40 personas en toda España con ese apellido, todas de su familia, originaria de Los Molares, población de la Campiña, muy conocida por haber contado con el mercado de la seda más importante del país.
Quedamos en hacer averiguaciones para saber si, como intuimos, el apellido es originario de Gran Canaria, donde Tamarán es uno de los supuestos nombres prehispánicos de la isla. Lo que es evidente es que tamarán, significa palmera y también  su fruto, el dátil. Quizás algún indígena grancanario fuera llevado como esclavo hasta la Sevilla colonial, dejando su estirpe a la orilla del Al-Wad-al-Kebir, lejos del Guini –al-wada.
Le contamos acerca de Tamaraceite, la antigua Atamaraseid; sus relaciones etimológicas con el enclave de Tamanrasset en el desierto argelino, con las ciudades de Tamra en el norte de Israel o su homónima en Túnez. Nos entretuvimos hablando de las similitudes profundas entre Canarias y Sevilla, yéndonos hasta más allá, a las costas orientales del Mediterráneo en una conversación llena de palmeras y dátiles.
Nos guió Tamarán por los límites de la Judería, entre las masas de turistas, presente bajo los niveles del asfalto, en los sótanos llenos de arcos, tinajas y misterios. Nos habló del fatídico año de 1391, de las matanzas, del fanatismo de Ferrán Martínez; de Susona, la traidora. Nos confirmó los datos sabios de Encarnación León y nos descubrió las columnas tardo-romanas de la puerta lateral de Santa María la Blanca, templo sagrado sucesivamente para romanos, visigodos, judíos y cristianos; un compendio de la ciudad espiritual, que nos dio la bienvenida el primer día.
Al tercer día cruzamos el Guadalquivir en dirección a Triana, buscando el mercado. Entramos en él para sorprendernos de los aceites, los jamones y las excelentes tapas de tortillas de camarones, rabo de toro y aceitunas jugosas. Bajo el mercado encontramos las tétricas ruinas del  Castillo de San Jorge, sede del Tribunal de la Santa Inquisición, después de haber sido el último bastión musulmán antes de la rendición de la ciudad a las tropas castellanas en 1248.
Volvimos a cruzar el Guadalquivir sobre un puente pétreo en dirección al centro, buscando la luz. Esa luz se nos manifestó en otro mercado, que no lo parecía, en un sitio extraño, cubierto por unas raras y gigantescas formas de madera, donde conocimos a un hidalgo sevillano singular.
Sobre el antiguo mercado de la Encarnación, en el barrio Alfalfa, alguien había decidido construir uno nuevo, tirando la edificación existente. El concurso público lo ganó el arquitecto berlinés Jürgen Mayer, con un proyecto futurista denominado Metropol Parasol.  Sobre el centro norte de Sevilla se levantaron seis exóticas construcciones, similares a grandes hongos para dar techo al nuevo mercado, más centro comercial futurista que otra cosa. Los sevillanos las bautizaron rápidamente como Las Setas de la Encarnación mientras la construcción se demoraba durante años, el costo se multiplicaba hasta cifras desmesuradas que no permitieron acabar bien la obra y, hasta hoy, el mercado sigue sin puerta principal ni señal que indique su situación.
Excavando el suelo encontraron el pasado y nosotros nos encontramos a Séneca redivivo cuando buscábamos un poco de jamón entre los puestos llenos de pescados de la desembocadura del río, olivas árabes, quesos de cabras moriscas y carnes de liebre o faisán.