jueves, 17 de octubre de 2013

 

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Tláloc, el dios de la lluvia llora sobre México

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En este septiembre otoñal me siento mexica,
me siento náhuatl, esperando la lluvia,
al néctar de la tierra
lleno de pulque y arcilla;
esperando que penetre en el suelo,
que Tlaloc llueva sobre mis islas
el agua de la vida.
que cruce el océano y derrame aquí
sus lágrimas,
llenas de perlas,
preñadas de color,
que sus tlaloques se ciernan sobre las cumbres,
que toquen los tambores,
que piten,
que truenen,
que silben,
que dancen,
que exhiban sus penachos,
llenos de relámpagos,
pintados de fiesta,
que atronen por los barrancos,
que resuenen los ecos
de las aguas en descenso,
con ruido de callaos
rodantes hacia el mar.
y que vuelvan a empezar el ciclo.
Debe ser el calor. Este septiembre se va despidiendo con un calor retrasado. La mar de fondo del oeste llega a la orilla de la playa de Las Canteras con la fuerza de haber cruzado el océano, impulsada por una borrasca atlántica que nació a tres mil millas de aquí, en el Golfo de México.
Ha devuelto en dos días de furia la arena que se había llevado la marea durante el verano. La sacó del fondo y la ha depositado al pie de mi escalera de acceso a la playa. La mar ha cubierto lo que la mar descubrió. Debajo yacen las dunas fósiles de las que se nutre la arena; hasta que el próximo temporal reviva el ciclo y me enseñe los fósiles que atesora.
Como decía, debe ser el calor; y se me ha ido la memoria a un libro que leí en la ferocidad devoradora de la adolescencia: ‘Tlaloc, el dios de la lluvia llora sobre México’, escrito por el húngaro Laszlo Passuth.
Fue Passuth un enamorado hispanófilo y, por ende, americanófilo. Escribió su crónica novelada de la conquista de México desde el punto de vista de los vencedores, pero con la poesía de aquellos pueblos amerindios, con el misterio de sus culturas, la grandeza de sus construcciones y los dilemas que acompañan a los tiempos convulsos. Me encantó la novela, escrita en 1939; y que debió caer en mis manos hacia finales de los años setenta del pasado siglo.
Es curioso la escasez de autores y libros españoles dedicados a la novela histórica en fechas anteriores a los principios de este siglo XXI. Es verdad que ahora florecen estos autores, más guiados por intenciones poco literarias y más orientadas a servir de base a series televisivas o cinematográficas; pero en esos años juveniles había que irse a los anglosajones.
Quizás por casualidad llegué a Passuth, cuyo libro que me pareció más exótico y barroco que los elaborados con la habitual pulcritud de los británicos en esos territorios literarios. Me he negado sistemáticamente a leer la “hollywoodiense” Azteca de Gary Jennings de 1980, ni ninguna de sus secuelas.
Como decía al principio, debe ser el calor lo que me ha hecho rememorar un libro que leí hace más de treinta años y sacar un poema mientras escuchaba la canción “Dios de la Lluvia” de ‘El Último de la Fila’.
El dios de la cabeza de ocelote, Tlaloc, quinientos años más tarde sigue lloviendo sobre México, e impulsando los frentes de tormenta que giran levógiros a través del Océano en dirección a Canarias, a mi playa.

 

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Al principio era el verbo


Foto de un escrito antiguo a manoAndo estos días entre los comienzos del curso, enseñando a leer a un grupo de “hambrientos” niños de seis años y trazando las primeras letras de una nueva novela, combinando el noble arte de la escritura con el no menos noble de la enseñanza. Las palabras silban en la mente mientras las escribo, al mismo tiempo que dibujo en el aire de la clase la ele y la eme, recitando sílabas y palabras elementales para mis alumnos y para mí mismo.
“Mientras enhebraba las palabras en el sedal que corría en la estela del velero, iba dejando atrás el faro de La Isleta, dejando caer las letras al fondo, una tras otra, intentando pescar un bonito para la cena, tentando la liña y oliendo el salitre.
Cipriano Delgado pensaba en lo que había dejado mucho más allá del horizonte, detrás de sí, hacia el lejano occidente, de donde había huido antes de que la ballena de la Universidad de Berkeley acabara por engullirlo del todo.
Bryan le había prometido la cátedra de Semiótica en el último intento de retenerlo cerca de la bahía californiana, asegurándole que Moby Dick resoplaría frente a Alcatraz antes del final del semestre y vería al mismísimo Achab sucumbir altivo con ella…”
Dibujar un nuevo personaje incluye su bautizo: “Al principio era el verbo”. Acabo de elegir el de Cipriano Delgado para uno de los personajes principales de este embrión de novela que estoy gestando. Tiene el nombre de Cipriano ese componente de las dinastías familiares del que tanto gustaban las generaciones anteriores.
Un antecesor destacado tenía un nombre característico -muchas veces obtenido por las casualidades onomásticas del santoral- que heredaban los primogénitos hasta que las modas modernas los han hecho sustituir por otras alternativas, la mayoría de ellas nombres de actores, cantantes u otros personajes de efímera fama.
Así que yo, que no tengo hijos propios, he decidido que este último hijo literario se llame Cipriano Delgado, por razones que callaré, ya que no es conveniente que todo se sepa indiscriminadamente.
Yo me llamo Antonio por mi abuelo paterno y Ramón porque nací el día del santoral en que nací. Pocos saben eso. No uso mi segundo nombre, quizás por comodidad o quizás porque alguna vez leí que Ramón Cabrera, el Tigre del Maestrazgo, fue un sanguinario general carlista, tan audaz en las batallas como implacable con los prisioneros. Y no quería compartir nombre y primer apellido con tal despiadado personaje. He sabido muchos años más tardes que Ramón Cabrera era tan sanguinario con los prisioneros, a quienes fusilaban sin remordimientos, porque las tropas isabelinas habían fusilado a su madre previamente.
Eso de estar marcado por el nombre que uno lleva formaba parte de los mitos de muchos pueblos. Desde tiempos inmemoriales se ha bautizado a los niños con apelativos procedentes de sus padres, de los santos o héroes del lugar, buscando que su destino fuera propicio desde el nacimiento, con un buen nombre.
Hoy día esas costumbres han ido dando lugar a otras más curiosas: durante los años ochenta y noventa del pasado siglo XX en Canarias se puso de moda bautizar a los niños con nombres de procedencia prehispánica, que se disputaban el honor de ser los nombres más usados con otros tomados de actores, actrices y otros famosos.
Cuando se bautizaban a los niños con los nombres de los abuelos o padres, se esperaban que los niños continuaran con la reputación de sus antecesores: eran comunes los Francisco, Pedro, Juan, Santiago, María, Carmen y un largo etcétera de nombres de tradición cristiana,  incluyendo algunos otros menos comunes como Nicanor, Paulino o Eufemiano, convertidos en dinastías patronímicas.
La costumbre de usar nombres de famosos procedentes de la canción, la cinematografía o el deporte, muchas veces cristianizada con un complemento del santoral, se ha ido imponiendo cada vez más, sustituyendo a las costumbres previas. Recuerdo una Alaska del Carmen o un Kevin Costner del Pino, destacando entre la pléyade de nombres procedentes de personajes de culebrones venezolanos, tertulianas de programas vespertinos y futbolistas sudamericanos.
No sé si todos los padres que bautizan así a su progenie son conscientes de lo que proyectan sobre ellos, marcándolos con el pesado estigma de compartir apelativo con determinado actor o actriz. Probablemente no mucho más que aquellos que anteriormente querían que su hija se pareciera a la abuela, ignorando que los antiguos judíos y griegos -por ejemplo- pensaban que el nombre llevaba el destino insertado en sí mismo.
En fin, yo acabo de bautizar al protagonista de mi nueva novela como Cipriano Delgado, a él le deseo larga vida literaria, pues lleva la vida novelesca marcada en los genes del nombre.