lunes, 20 de mayo de 2013

ÁRBOLES

 
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Hay un laurel de indias cerca de una de las rotondas de la salida de la GC-2 frente a Siete Palmas que destaca entre todos. El árbol pertenecía a la alameda de laureles que bordeaba la antigua carretera de acceso al cementerio de San Lázaro en Las Palmas de Gran Canaria y ahora sobresale por su frondosidad.
Los demás ejemplares están torcidos en la dirección opuesta al poderoso alisio del noreste y parecen sufrir los avatares de las sucesivas acometidas de obras y reformas a los accesos a los centros comerciales de la zona.
Pero este laurel concreto se eleva orgulloso dando sombra a los que le rodean, sitiados por el tráfico diario y el viento inclemente. Todos ellos fueron plantados a finales de la década de los sesenta cuando se abrió el nuevo cementerio de la ciudad y su crecimiento fue a la par que los problemas de abastecimiento de aguas de la ciudad y sus jardines.
Durante años sobrevivieron con los restos del acuífero de la finca de las Siete Palmas y su infraestructura de regadío y llenado de los estanques de barro de la zona, mucho más que por los riegos de los empleados de los parques y jardines municipales.
El ejemplar del que les hablo está situado muy cerca de una rotonda donde se ha preservado (con cierta visión histórica) uno de los acueductos que surtía a la citada finca, que cruzaba con un arco elevado sobre la antigua Carretera General del Norte. No sé si el denso follaje del árbol se debe a la cercanía a este acueducto o a los habitantes de una antigua casa con tejado a dos aguas.
La casa fue expropiada porque se quedaba aislada entre la maraña de viaductos, rotondas y carriles que circunda los accesos a los nuevos barrios-dormitorio de la zona. Casi nadie se acuerda que allí existió tal casa, ni de la antigua fábrica de tejas que se ubicaba casi enfrente o de la parada de guaguas que fue conocida hasta hace bien poco como “La del Olivo”, aludiendo a algún antiguo ejemplar que yo no conocí. La rotonda más próxima a estos lugares está hoy día plantada de distintas especies de cactus, agaves y opuntias y, si alguien se fija, podrá ver -incluso- un par de parras con racimos incipientes.
Lo que sí conocí fue esa casa a la que me refiero, hoy destruida, habitada por una señora mayor que trajinaba en los alrededores de ella, ajena al tráfico creciente de mediados de los años noventa del pasado siglo cuidando del pequeño huerto y de las macetas. Tenía gallinas sueltas y palomas que anidaban en un palomar adosado a la casa, como si quisiera ignorar el imparable destino que se cernía sobre ella.
En mi difuso recuerdo pienso que aquella era una antigua morada de peones camineros, situada a pie de carretera y dispuesta estratégicamente para el control del paso de vehículos y personas en ruta hacia el centro y norte de la isla.
Ahora que escribo esto pienso que quizás fuera la señora quien regó los primeros años del laurel y su actual frondosidad se debe a esos años de riego y cuidados. Después  de que se derribara la casa, tras la evacuación de sus inquilinos, las hogareñas palomas se negaron a abandonar el sitio, revoloteando durante un par de años por los alrededores por donde estuvo la casa y usando el laurel como percha y como nido, negándose a abandonar su hogar.
Soy testigo de lo que narro y cuento esta historia de la misma manera que mi madre cuenta que se midió con seis años en una palmera del Parque Doramas en compañía de su hermano Luis -que después emigró a Venezuela para no volver-, marcando su altura en la estipe del vegetal.
La palmera fue criada y plantada, al igual que muchas otras, por su abuelo José, mi bisabuelo, José Cruz Tejera, quien fue durante años el jardinero mayor del vivero municipal y quien supervisaba el cultivo de muchos de los viejos árboles y plantas del parque.
Hace unos pocos años mi madre quiso recordar el sitio donde se había medido y, después de buscar la palmera, siguiendo su memoria: “cerca de los olivos, detrás de la rosaleda, frente al muro del estanque, yendo hacia los dragos”, me señaló el ejemplar que se alza frente a las habitaciones traseras del hotel Santa Catalina.
Allí se midieron los hermanos antes de crecer y abandonar el jardín del edén infantil. Mi madre se quedó en la isla viendo como la palmera se alzaba hacia el cielo y ella envejecía. Cuando la volvió a identificar, me sentí vinculado a este particular ejemplar de Phoenix canariensis de la misma manera que las palomas siguen anidando en el laurel de indias del comienzo de esta historia, recordando quien los plantó y quien los cuidó.
Los seres humanos estamos, sin duda, unidos a nuestros árboles, a los que plantamos y a los que cuidamos, de los que nos alimentamos o debajo de los que buscamos sombra. Debe haber lazos invisibles entre todos los seres vivos. Nuestras memorias y nuestros actos perduran mientras existan testigos vivos.
Al menos, a mí así me lo parece.

lunes, 6 de mayo de 2013

BANCO DE ALIMENTOS (Y para el espíritu, a cambio, también)

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Miedo a estas visiones           
tuve, pero luego
que he mirado a estotras,
mucho más les tengo
CALDERÓN DE LA BARCA

Ando entre las calles de mi ciudad, a veces con rumbo fijo, a veces errante sin una derrota clara. Despliego las velas latinas de mi equipaje básico y surco el piélago de la trama urbana de la zona portuaria, bloc de notas en ristre, gafas caladas. Miro con ojos de fotógrafo o trazo con mano alzada los perfiles de personajes para la cotidiana realidad novelesca: me fijo en una fachada peculiar, en un automóvil desvencijado o en una mora embozada. Aquí y acullá hay ingredientes para filmar un documental digno de del Gran Bazar de Ispahán o del Rastro de Tristán Narvaja en Montevideo.
Paseando cerca de la playa me topé con los puestos de los voluntarios de la Asociación de Vecinos Playa Chica, que en un tenderete improvisado ofrecen “Books for Food”. Allí tienen dispuestos multitud de libros en varios idiomas para que el pasante pueda elegir los que quiera, con el compromiso de traer alimentos a cambio, alimentos que después se distribuyen con la colaboración de Cáritas.
He tomado el puesto en la calle Torres Quevedo como referencia de paso en mis peripatéticas excursiones por la zona. De allí he sacado algunos ejemplares curiosos que alguna vez quise leer u otros que hube de leer en mi juventud introvertida, sin que me diese cuenta.
Según he ido adoptando los libros he ido acarreando paquetes de arroz, de legumbres, de aceite, tarros y latas varias e, incluso, he llevado algunos ejemplares de “El anillo del pulpo”, en la edición de Incipit Editores, como compensación para el banco de alimentos que gestiona la asociación.
A pocos pasos de la playa cosmopolita existe otra realidad ajena a los bañistas, los turistas y los paseantes: una de personas con necesidades básicas, de alimentos, de ropa, de alojamiento. Algunos bloques de apartamentos de los pioneros del turismo se han convertido en refugios de fortuna para inquilinos  pobres.
Algunos de los libros expuestos son enciclopedias educativas sin abrir, todavía con el folio plástico que los envolvía cuando se vendieron al peso y con un aparato de vídeo como incentivo, otros tienen el uso de miles de manos, algunos –incluso- están dedicados a un nieto o a una amada. Ahora sirven de moneda de intercambio para otras necesidades más primarias.
Casi la mitad de los libros expuestos están escritos en lenguas extranjeras: alemán, inglés o francés; aunque también destacan los de las lenguas escandinavas, sueco, noruego, danés o finlandés. La mayoría son de ediciones de bolsillo de “best-sellers” internacionales, mudos testigos de las horas de lecturas de los exiliados invernales del centro y norte de Europa; y de su solidaridad.
Entre los ejemplares que he adoptado quiero destacar dos de los tres tomos (el tercero no estaba allí) de las Obras Completas de Lenin, editado en la extinta Unión Soviética. Pero lo destacado de los dos tomos no es ni su autor ni su editora, sino que llevaba un “ex-libris” de la extinta Unión del Pueblo Canario, como mudo testigo de los convulsos años de la transición y los primeros experimentos de la llamada izquierda nacionalista canaria. Más de tres décadas más tarde, ni siquiera me apetece hacer una reflexión profunda sobre los orígenes o el destino de algunos de los políticos que pudieron haber hojeado los libros en aquellos días, para simplemente acabar de director general de algo.
Yo prefiero encantarme con los ejemplares de “El reino de este mundo” o “Ecué-Yamba-O” de Alejo Carpentier, editados en La Habana precastrista o con “La línea de sombra” de Joseph Conrad, mientras animo a los lectores a pasarse por la calle Torres Quevedo, provistos de algunos alimentos no perecederos, para ver si encuentran  un tesoro literario o un manual sobre el cultivo de bonsáis antes de que lo haga yo.