Cuando don Miguel de
Unamuno visitó Gran Canaria en 1910 fue llevado de excursión por el
interior de la isla, llegando a caballo hasta Artenara, donde pudo
contemplar desde la perspectiva de la distancia los roques centrales
de la isla, el Bentayga en el centro de la Caldera de Tejeda bajo sus
pies y el Nublo, alzado en lontananza, coronando el gigantesco circo
pétreo.
La vista de aquellas
peñas enhiestas sobre un fragor de barrancos, enormes farallones
verticales y pequeños campos cultivados en terrazas con un
gigantesco anfiteatro natural coronado de pinares le hizo, primero
exclamar y luego escribir, que aquel paisaje que admiraba era una
“tempestad petrificada”.
No sabemos si el ilustre
pensador vasco sabía de Geología o si una inspiración genial le
llevó a designar así lo que pudo contemplar –a lomo de caballo-
desde los miradores de la ruta entre Cruz de Tejeda y el pueblo
troglodita de Artenara. Lo cierto es que la sensibilidad del poeta
supo plasmar con sus palabras la belleza de un paisaje salvaje, lleno
de contraluces marcados por la línea del cielo, sin saber que los
roques que admiraba eran de verdad los testigos petrificados de una
gigantesca tormenta geológica de cinco millones de años de
antigüedad.
Antes que Unamuno la
inmortalizara, los antiguos canarios fueron capaces de apreciar la
grandiosidad de su horizonte insular, atribuyéndole a los pitones
piroclásticos carácter sagrado y simbólico, usándolos como hitos
astronómicos y estacionales.
La silueta de cada
cresta, de cada caidero, de cada roque era fundamental en sus ciclos
anuales, destacando entre ellos la del Roque Nublo y la del Roque
Bentayga. El calendario de cada orto u ocaso de los astros estaba
fijado en referencia a los perfiles de esos hitos geográficos,
inmutables a escala humana.
Sin embargo, la historia
geológica de la isla nos lleva hacia el origen de esos roques
singulares: hace unos cinco millones de años Gran Canaria se alzaba
por encima de los dos mil metros, quizás alcanzando unos tres mil
metros sobre el océano. Los geólogos suponen que el centro de la
isla estaba entonces ocupado por un cono volcánico similar al Etna o
al Teide.
Es difícil especular
sobre el perfil exacto de la isla previo a una gigantesca erupción
que alteró para siempre el paisaje que describimos. Hasta entonces
los episodios volcánicos en la isla de Gran Canaria habían sido
erupciones de coladas basálticas de relativa poca explosividad que
construyeron el edifico de la isla a modo de escudo, con coladas
fluidas que fueron creando una meseta elevada en su centro, sobre la
que debió alzarse uno o varios estrato-volcanes.
Hace unos cinco millones
de años la composición de magma bajo la corteza terrestre pasó de
ser ácida a ser alcalina, concentrándose bajo la isla un magma con
una enorme densidad. En relativamente poco tiempo la cámara
magmática bajo el centro de lo que fue la Paleo Gran Canaria empezó
a acumular una gran cantidad de energía que no podía encontrar una
salida que le permitiese aliviar la presión. La isla se convirtió
en una verdadera bomba geológica.
Y cuando se superó el
punto crítico –literalmente- ¡saltó por los aires! La erupción
principal debió causar un cataclismo de dimensiones planetarias. Hoy
día podemos encontrar los materiales que emitió la gran explosión
esparcidos por toda la isla: es lo que se denomina “aglomerados
roque nublo”, formados por una gigantesca colada piroclástica,
tipo nube ardiente, que cubrió toda la superficie de la isla con
espesores que van de los cien a los setecientos metros, en varios
episodios explosivos brutales.
Las consecuencias de ese
proceso eruptivo debieron sentirse mucho más allá de los límites
del Archipiélago, llegando con probabilidad a la atmósfera y
afectando en mayor o menor medida a todo el planeta. Hay que recordar
erupciones históricas del tipo nube ardiente piroclástica, como la
del Vesubio, que sepultó Pompeya y Herculano en el año 79 d. de C.
o la de la Montagne Pelée en la Martinica que destruyó la población
de Saint Pierre en 1902, causando más de 30.000 muertos.
Quizás se podría
comparar el periodo eruptivo Roque Nublo a otras dos erupciones muy
conocidas, como la de la isla de Santorini 1600 años antes de
Cristo, que acabó con la civilización minoica en la isla de Creta o
la de la isla de Krakatoa en el Mar de la Sonda en 1883, cuyas
explosiones tuvieron trascendencia en todo el planeta. Estas dos
erupciones destruyeron gran parte de las islas y lanzaron a la
atmósfera grandes cantidades de materiales volátiles, causando
alteraciones climáticas en gran parte del mundo durante varios años.
El paisaje actual de Gran
Canaria es, en buena medida, el resultado de ese convulso periodo
denominado Roque Nublo, alterado por la formidable erosión
posterior; así como por el posterior hundimiento de la cámara
magmática, que debió ocupar la cuenca del actual barranco de
Tejeda- La Aldea. La fisonomía de nuestra isla actual es el
resultado de estos episodios volcánicos, ya que las erupciones
posteriores no tuvieron consecuencias tan importantes para el relieve
insular, originando sólamente conos aislados, como las montañas de
la Isleta o la de Arucas o Gáldar.
El perfil de los roques
del centro de la isla forman nuestra particular línea del cielo. Los
estadounidenses están muy orgullosos del perfil de sus ciudades, lo
que ellos llaman “skyline”, la línea del cielo o del horizonte.
Ellos pueden reconocer
los distintos “skylines” por sus edificios singulares, por los
rascacielos, los puentes o las líneas elevadas de autopistas. El
“skyline” de Manhattan o el de Chicago suelen ser los más
famosos y muchas películas empiezan o terminan con los
característicos perfiles urbanos.
En Canarias no tenemos
–hasta ahora- perfiles urbanos ni líneas de cielo o de horizonte
que se hayan convertido en “estrellas” de cine. Pero sí tenemos
tradiciones con los perfiles de las montañas y roques sagrados.
Desde el Teide, visible desde casi todas las islas, hasta los roques
autóctonos de cada isla, nuestro Archipiélago tiene miles de
perfiles únicos, de líneas de cielo, que han formado el paisaje
conocido a los habitantes de pueblos y caseríos.
Muchos de los perfiles
tradicionales han sido alterados por construcciones arbitrarias, poco
cuidadosas con el patrimonio paisajístico y, sobre todo en las
costas, los cambios causados por alteraciones humanas son ya
irreversibles. Los cambios que la naturaleza ha tardado millones de
años en retratar son barridos rápidamente por lo que algunos
denominan desarrollo.
Nuestra geología
volcánica y el clima propio no son benignos con las alteraciones
humanas. Las huellas de nuestras obras permanecen como cicatrices
indelebles en el paisaje. Si se abre una carretera, se levanta un
puente o se construye una urbanización, los derrubios y escombros
permanecen en las laderas muchas decenas de años; en gran medida
porque la vegetación tarda mucho tiempo en volver a crecer sobre los
suelos alterados. En otros climas y territorios se puede dejar el
terreno desnudo que la siguiente primavera será cubierta por un
manto herbáceo que contribuirá a camuflar las alteraciones; aquí,
en Canarias, eso no ocurre.
Si uno observa las
cicatrices que dejan las carreteras en sus márgenes
–independientemente de la ocupación territorial que suponen- podrá
comprobar esta aseveración.
Algunos piensan que todo
el territorio debe ser “desarrollado” y que no debe quedar nada a
salvo de nuestras apetencias, elaborándose propuestas muy agresivas,
como el recientemente reactivado “teleférico al Roque Nublo”. Se
cita el ejemplo de la existencia de un teleférico en el Teide como
excusa para proponer la construcción de otro en el Roque Nublo. No
debemos tomar como ejemplo una profanación para justificar otra. ¿No
hemos cometido suficientes errores en nuestra gestión
medioambiental?
Hay en Canarias
suficientes analogías para elegir los modelos correctos de gestión
del territorio, desde las obras de César Manrique a la gestión
integral de la isla de El Hierro, para conservar intacto nuestro
patrimonio, como expresión de singularidad y excepcionalidad.
En suma, el proyecto de
teleférico al Roque Nublo debería servir sólo como modelo de
disparate y ser destinado a los archivos de los proyectos más
desafortunados y destructivos para nuestro Patrimonio Geológico.
Dudo que ningún responsable político desee que su nombre quede
unido para siempre a tal desatino. La Línea del Cielo de las Cumbres
de Gran Canaria merece ser respetada tal y cómo la contempló don
Miguel de Unamuno: La Tempestad Petrificada.
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