viernes, 20 de abril de 2012

PRESENTACIÓN DE KOPI LUWAK EN EL ATENEO DE VECINDARIO


De nubes, paquidermos y literatura


Cuando alguien me pregunta de dónde procede la imaginación que uso para escribir, suelo responder que es una de esas herencias intangibles del lado materno de mi familia. Mi madre es una de las últimas supervivientes de las narradoras orales que se han ocupado de mantener la atención de generaciones de niños, antes de que la televisión y otros medios alteraran la paz de las tardes familiares.

Recuerdo la narración de incontables relatos que mezclaban los cuentos clásicos con romances medievales, anécdotas y aventuras familiares mezcladas con cuentos de brujas: desde el reloj del bisabuelo que fue con él en un viaje de ida y vuelta a Uruguay y todavía hoy da las horas en el zaguán de casa hasta saber el porqué los guirres primero van al ojo del burro muerto y después al culo.

Mi madre -que acaba de cumplir 84 años- es una maravillosa contadora de historias y, aún hoy, narra con una lucidez envidiable las peripecias que vivió en su niñez (mientras escribo esto me hago promesa de intentar conservar sus historias, antes de que los tiempos me lo hagan olvidar a mí o a ella).

Mi hermano Juan también ha sido infectado de otra variante del arte: el de la pintura. Él narra sus historias con óleo y lienzo, mientras yo lo hago con las palabras.

Hemos seguido caminos paralelos que algunas veces se han cruzado: y el libro que hoy presentamos es buena muestra de ello: las ilustraciones de la cubierta son cuadros originales de él y por aquí están, ambientando este acto. Espero que los lectores de Kopi Luwak piensen que el texto está al nivel de los cuadros.

El arte de escribir consiste en tomar un gajo de nube – a ser posible de alisio, aunque a veces el harmatán del Sáhara, la galerna cantábrica o el cierzo del Ebro puedan sustituirlo cuales céfiros divinos-, para después montarse en ellos hasta que se transformen en marfil.

Luego uno puede decidir si el marfil se convierte en diente de narval, mandíbula de Moby Dick, en unicornio, en colmillo de elefante o si se desvanece en la sustancia donde todos los sueños anidan.

Ahora que los reyes cazan furtivos y los políticos feroces abren las vedas del Estado del Bienestar, uno duda entre dejarse llevar por un rabo de nube (Gracias, Silvio) o lanzarse a la calle a tomar La Bastilla.

Me debato en estos días entre la alegría por re-presentar Kopi Luwak, la decepción política y el burbujeo creativo. Después de casi un año de haber terminado la novela que hoy se presenta aquí y de haber dejado la creación en estado de barbecho, empiezo a sentir el cosquilleo de volver a coger la pluma y empezar otra novela.

Empieza a vagar mi mirada entre las piedras de las paredes, buscando caballos alados entre los claroscuros del basalto que decoran las paredes, trazando los rumbos de los peces en el agua y mirando los ojos de mi amor para confirmar la inspiración que me alimenta.

Recuerdo cuando Kopi Luwak era sólo un embrión de novela, un par de capítulos deslavazados y un guión mental donde empezaron a entrar miles de piezas que había estado acumulando durante toda mi vida. En algún momento entré en un trance creador del que no salí hasta casi un año más tarde, con la novela terminada.

Centenares de apuntes se empezaron a amontonar encima de mi escritorio, tochos de mapas, datos, revistas y libros.

Me entrevisté con las personas que poseían algunos de los datos que necesitaba. También empleé miles de horas surcando la red de redes para verificar dudas o averiguar lo que no sabía. De todo ello empezó a manar un caudal de palabras que se convirtió en un río que llegó hasta el manuscrito original.

Ese manuscrito no se hubiera podido convertir en libro si no hubiese existido Jorge Liria y su Editorial Anroart, que apostó por el libro desde los primeros borradores. A él y a su hermano Noelia hay que agradecerles que la parte comercial del libro haya sido posible. También quiero agradecer a mis amigos César Montealegre y Antonio Núñez el esfuerzo en revisar el manuscrito antes de darlo a la impresión.

Belén, mi mujer, fue la mayor sacrificada de todo este tiempo, pues no sólo tenía que leer el manuscrito según era puesto en papel sino que estaba privada de mi persona en los momentos -muchos- en los que estaba abducido dentro de la historia.

Mientras yo les cuento esto, ella está esperando con un par de pilas de libros dispuesta a vendérselos a aquel que así lo desee.

Kopi Luwak es el tercer libro que publico y representa mi madurez como escritor. He intentado escribir una novela a la clásica usanza, sin otras etiquetas que la de ser digna sucesora de las que escribían Galdós, Cervantes o Verne.

(Con)tiene una trama con historias de amor, aventuras, intriga, erotismo, acción y un final apropiado a toda gran novela. Digo gran novela porque estoy convencido que lo es. Está escrita con un lenguaje que pretende atrapar al lector desde las primeras líneas y que lo anima a querer saber más sobre Sumba y Bour Siiene, sobre Cándida de Lasalle y Ilievsson.

Kopi Luwak no tiene nada que envidiar a los grandes “bestsellers” del momento, salvo en los asuntos de marketing. No ha sido editada por un gran grupo editorial, no tiene una película que la sostenga y la clase “cultureta” no le ha hecho ni caso.

Quizás por eso merece que ustedes la lean, libres de todo prejuicio -incluso de las palabras de quien les habla- y empiecen a leerla como yo la empecé, copiando a Galdós:


“Los ociosos caballeros y las damas aburridas que me han leído o me leyeren, para pasar el rato y aligerar sus horas, verán con gusto que en esta página todavía blanca pego la hebra de mi cuento, copiando a Galdós, diciéndoles que todo empezó de nuevo cuando volví a probar kopi luwak.
El aroma llegó a mi memoria antes que el café a la taza. Una nube de efluvios despertó mi recuerdo aletargado, puso en alerta mis sentidos y erizó mi piel trayendo recuerdos oscuros. Estaba en la inauguración de una exposición de cuadros, cansada de tanto besar el aire vacío al lado de mejillas resbaladizas y de estrechar manos tibias de gente fría. Me dolían los tobillos de los tacones que llevaba lustros sin usar y, después de un par de horas de teatro, ya no era capaz de repetir palabras corteses entre los canapés y el cava(...)”

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