martes, 10 de junio de 2014

FUERTEVENTURA (este artículo salió primero en www.canariascultura.com)


Fuerteventura_wide
Empecé este mes de mayo en Fuerteventura bajo la sombra de la luna nueva. La primera noche sólo brillaba un pequeño gajo anaranjado que dejaba adivinar la superficie opaca del satélite mientras caía hacia occidente, marcando el camino hacia Gran Canaria.
BurritoCuando la luna se ocultó más allá de la montaña de Tamasite, cayó la negrura salpicada de estrellas mientras una burra alumbraba una nueva criatura en el corral anejo a nuestro alojamiento en la casa rural La Gayría.
Al día siguiente, la burrita recién nacida se pudo poner en pie animada por su madre, siendo bautizada con el nombre de Tara para unirse a la manada de burros de raza majorera en casa de los Santana López, propietarios de la casa y finca del siglo XVIII.
En uno de sus aposentos pasamos cuatro días, al pie de la majestuosa Caldera de Gairía, en el pueblo de Tiscamanita, casi en el centro geográfico de la isla, bien lejos de las playas abarrotadas de turistas y de las desbordadas urbanizaciones que devoran la costa.
Conocí Fuerteventura hace más de treinta años, en los tiempos en los que, en palabras del entonces presidente del Cabildo insular, Gerardo Mesa Noda, tenía “veinte mil majoreros, sesenta mil cabras y ocho mil legionarios”.
Recuerdo las palabras del que hoy es Presidente de la Cruz Roja en Canarias hablando, clamando, por la isla, que empezaba a incorporarse al modelo desarrollista de las demás islas, repitiendo que Fuerteventura no era una “isla menor”, que era, incluso, “mayor que Tenerife, a marea baja”.
Viví allí los primeros años ochenta como maestro en las escuelas rurales –“unitarias” se decía entonces- del sur de la Maxorata, asombrándome de los claros cielos nocturnos del frío invierno, de los tonos rojizos del atardecer sobre las viejas montañas de nombres sonoros, sumergiéndome desnudo en las desiertas playas, perdiéndose mi mirada en las copas de las palmeras altivas, mientras degustaba los quesos y los dulces tomates, tanto como el almíbar de los higos secos.
Enseñé a los jóvenes a leer y a escribir. Y aprendí mucho oyendo a los viejos pastores contar historias de luces mafascas, de pastores trashumantes, de barreros de calidad, de criadillas (la rara trufa majorera) en el Jable, de fuentes dulces en el territorio salobre, de apañadas de cabras en Jandía y de mariscadas de mejillones y lapas por la costa.
Recorrí la isla, desde las Cumbres de Jandía hasta los jables de Majanicho, desde los sedimentos continentales de Ajuy, llenos de lantánidos y otras tierras raras, hasta el malpaís de Pozo Negro. Subí a la montaña de Tindaya antes de que quisieran explotar la traquita con una excusa truculenta, ascendí a la Montaña de la Muda para tratar de impedir que instalaran la primera antena que mancilló la cima, recorrí La Pared de este a oeste y subí a la montaña de Cardón en busca de una fuente perdida.
Caminé junto a don Vicente Ruiz Méndez por el barranco de la Peña, buscando un molino perdido y otra fuente a la orilla del mar. Me habló de casas hondas y de atalayas. Con él me reencontré majorero en la isla de donde quizás mi bisabuelo salió a finales del siglo XIX, huyendo de la sequía y la hambruna.
No sabía que el paso del tiempo me convertiría en testigo de sitios que hoy ya no existen, de nombres que se han perdido, de formas de vida que se convierten en residuales. Las sensaciones me han revuelto.
Viajé de vuelta a Fuerteventura, acompañado por mi mujer, para que viese la isla a través de mis ojos nostálgicos, para que experimentara conmigo la poesía del desierto y la paz de su mar azul.
En cambio nos encontramos una isla de cien mil habitantes, más de cien mil cabras y ningún legionario, pero esperando alcanzar este año la cifra de millón y medio de turistas.
La isla ha cambiado de forma radical. Aquel territorio con pocos coches, poco urbanizado, sin ni siquiera semáforos, con la paz de los siglos en el territorio y sus gentes, se ha transformado en otra cosa: las urbanizaciones turísticas han colonizado grandes zonas, extendiendo sus redes, sus campos de golf, sus apartamentos, sus centros comerciales por doquier.
No reconocí Caleta de Fustes ni Corralejo. A una le han cambiado su denominación por “El Castillo” y a otra la han extendido varios kilómetros tierra adentro. Ya nadie se acuerda del viejo nombre de Puerto de Cabras y lo llaman, simplemente, Puerto. La carretera a Jandía, que fue asfaltada en 1981 ahora es una vía rápida necesaria para absorber el enorme flujo de tráfico. Quise encontrar los muros de piedra de La Pared, en vano. Ya no están; algunos de mis viejos amigos tampoco. Sólo queda su memoria. Es verdad que la isla tiene todavía varios territorios protegidos y que el interior se ha librado en gran medida del acoso desarrollista, pero ya no es la isla que recordaba.
Nos llevamos de la isla la labor de algunos majoreros que creen en el desarrollo y el turismo sostenible, aquellos que están volviendo a plantar olivos, parras y aloe, a mantener los muros de las gavias, a criar burros y camellos. A aquellos que recuerdan que Fuerteventura fue el granero del archipiélago y que todavía conservan los lavaderos de cosco y las norias de los pozos.
Sobre ellos siguen brillando las estrellas y la luna nueva.

Enlace de interés: Casas rurales de Fuerteventura La Gayría
Página de Facebook del autor: Antonio Cabrera Cruz

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