lunes, 8 de agosto de 2011

VERANO EN TIERRA

Este verano lo estoy pasando disfrutando de la ciudad bajo la panza de burro del alisio, que este año se está extremando y, ya mediado el mes de agosto, no deja de cubrir el cielo de la ciudad con su manto gris, de cual se desprenden gotas cálidas. A pesar de mis deseos, no siempre ando sumergido por las aguas de la playa y suelo alternar mis paseos marítimos con los terrestres.


A pesar de haber nacido en esta ciudad y de haber crecido en La Isleta hasta los cinco o seis años, nunca había tenido ocasión de vivir en las cercanías de la playa de mis amores y estoy disfrutando este verano de crisis cerca de casa y de la playa.


Cuando no estoy de remojo y ando ocioso, me acerco hasta el parque de Santa Catalina para comprar la prensa del día o, simplemente, para observar los alrededores. La zona del parque ha evolucionado desde la época que relata Orlando Hernández en su libro Catalina Park. Ya no está Lolita Pluma y los limpiabotas se han ido reduciendo hasta quedar uno o dos, que buscan, con ahínco, clientes calzados con zapatos de piel en la maraña de chancletas, zapatillas de deporte y de materiales sintéticos. Sólo algún antiguo comerciante hindú, todavía gasta elegantes zapatos hechos a medida en Kensington Bridge y se acerca por las cafeterías donde ejercen los supervivientes del arte, para que se los lustren.


Los mismos comerciantes hindúes también están en franca retirada y sus antiguos comercios de material electrónico han ido cerrando uno tras otro, sucumbiendo primero a la pérdida del régimen de puertos francos y luego al impulso de las ventas a crédito de los grandes almacenes.


Quien no emigró al sur todavía mantiene su pequeña tienda rodeada de comercios chinos y locutorios de emigrantes. Estos locutorios son otra novedad curiosa que han ido ocupando locales en toda la zona.


Como quiera que no tengo internet en el lugar donde paso el verano, he tenido que entrar a varios de ellos con una cierta frecuencia, bien para colgar alguna de estas entradas en el blog, bien para responder a los comentarios de mi facebook o mirar mi correo electrónico.


Hay muchos y no son todos iguales: cada uno está regido y dirigido a inmigrantes de distinta procedencia. Los hay africanos: de Senegal, Mauritania o Marruecos. Los hay asiáticos: filipinos, chinos o pakistaníes (de los que hablan el urdu de los pashtunes de la frontera con Afganistan). Los hay sudamericanos: desde Colombia a Ecuador, pasando por la República Dominicana. Uno se puede encontrar ahí una muestra del crisol étnico en el que se está transformando la ciudad. La variedad es enorme y sólo es comparable a la que se encuentra en grandes urbes como Ámsterdam, Nueva York o Londres.


Las calles aledañas al paseo de Las Canteras muestran una tendencia clara a la renovación de antiguas construcciones hoteleras de los sesenta y setenta. Esta actualización arquitectónica coexiste con la presencia de muchos edificios de apartamentos que se han convertido en alojamiento de emigrantes.


Algunas antiguas residencias que conocieron la llegada de los primeros turistas nórdicos se han convertido en pisos compartidos de ciudadanos de muchos países. El aspecto de decadencia parece hacerlos réplica de los suburbios de ciudades de África, Asia o Sudamérica.


Los alquileres de unos 200 euros mensuales son compartidos por cuatro familias, que pagan 50 euros cada una por un apartamento minúsculo.


No obstante tal decadencia aparente, las comunidades suelen ser tranquilas y – a pesar del babel que los habitan- no hay conflictos, salvo por los lugares para tender túnicas y vestimentas multicolores.


Una de las grandes ventajas de la multietnicidad de la zona lo representa la gastronomía. Cada comunidad ha ido creando una infraestructura de tiendas de productos propios. Uno puede comprar especias hindúes o coreanas, aceitunas de Tánger, típico cordero halal, arepas venezolanas, auténtico mate porteño, postres charrúas, bami goreng indonesio o lo que el apetito y la curiosidad manden.


Y si uno no desea comprar el producto y cocinarlo, lo mejor es acudir a algún restaurante típico, cada día a uno diferente, para degustarlo cocinado por cocineros experimentados: el lunes puede uno degustar pastela marroquí con postres de dulces de almendra y miel; el martes, bulgogi coreano con fideos de arroz; el miércoles, menú iraní de cordero y yogur con nueces; el jueves, arroz con pollo a la senegalesa, el viernes, pastel de carne colombiano con plátanos cambures; el sábado, sushi y atún teriyaki japonés.


El domingo, lo mejor es ayunar y contentarse con frutas frescas de la isla.


Para otra ocasión habré de mencionar los restaurantes hindúes, los criollos, los italianos, los chinos, los mexicanos, los chinos y los que me olvido o están todavía por descubrir; así como los de las distintas regiones españolas con exquisiteces culinarias... 
Mejor paro; que ya está bien de hablar de comidas. Se me está haciendo la boca agua y yo debo cuidar mi peso. Quien quiera contemplar el exotismo no necesita viajar a Nueva York u otra ciudad. Aquí mismo lo tenemos, en el mar y en tierra.

No hay comentarios: