martes, 2 de agosto de 2011

BARRACUDAS Y LONGORONES


Me he acostumbrado a hacer un paseo diario que me tiene encantado, casi siempre con marea baja. Llego enfundado en neopreno caminando por el Paseo hasta la altura de la calle Luis Morote y me bajo a la arena por la escalera más cercana. Allí sorteo a los que están tendidos, los que juegan, los que leen y todo aquel que me cruzo en mi camino hasta el agua, a los que veo como bultos colorados con mi visión sin gafas.
Una vez alcanzo la orilla, me introduzco lentamente hasta que el agua me lame el ombligo con el sosiego de quien la prisa deja en tierra. Me calzo las aletas y la máscara submarina con mi graduación de miope.
Entonces me transformo en un ser marino, en un ballenato lento de cola bifurcada y gran ojo dispuesto a ver los fondos de la playa donde crecí. Prefiero las mareas bajas (o vacías) donde asoma la barra y los lisos arenosos en dirección a la Peña la Vieja. Siempre hay un nuevo espectáculo esperando para ser presenciado.
Desde la misma orilla grandes bandadas de sargos y salemas saltan en los pocos centímetros de agua en los que se acumulan centenares de gordos ejemplares, cebados con regularidad por jubilados y curiosos. Desde hace años se han acostumbrado a que les lancen mendrugos de pan y migas, acumulándose cerca de donde los humanos vadean con el agua por las rodillas.
No suelo dedicarles ni un segundo y me alejo en dirección a la barra. Desde hace dos veranos busco siempre –en vano- una mantelina sobre quien se me ocurrió un día posar mis pies, de forma involuntaria. El seláceo levantó el vuelo como una mariposa marina de metro y medio de diámetro. Estaba camuflada bajo las algas pardas cuando sintió mi peso sobre su lomo. Perezosa levantó el vuelo en dirección al horizonte, dejándome con la esperanza de volver a verla cada vez que me adentro en la playa.
Una vez compruebo que la mantelina me ha vuelto a dar plantón, sobrevuelo las aguas nadando lentamente hasta los bajíos de la barra grande. A veces detecto un choco camuflado entre las algas  mientras los pejeverdes pelean su pequeña cueva a las fulas y sus propios congéneres. Algún pulpo delatado por sus ojos saltones me vigila desde un agujero rodeado de conchas vacías.
Tardo siempre más de lo que puedo en cruzar el pequeño brazo de mar en calma, a veces irisado por la brisa que sopla desde el Confital. Cuando arribo al arrecife la vista se dispersa sin saber si mirar hacia las viejas que, en manada, pasean buscando pequeños cangrejos o los múltiples alevines que buscan refugio entre los bajíos que deja la marea entre las rocas.
Este verano me he visto sorprendido por la presencia de grandes cardúmenes de longorones (boquerones) refugiados de los grandes depredadores oceánicos en las someras aguas de la playa.
Nadan a miles, abriéndose en abanico a mi paso, tratándome como si fuera un gran atún. Pero no soy yo el peligro, sino las bandadas de palometas de cola arqueada que los cazan entre los charcones. También he visto un medregal medianito, haciendo presa en los alevines. Pero la presencia más inquietante fue la alargada silueta de dos bicudas de más de medio metro que las atacaban a mi paso por la rotura natural de la barra a la altura de la Peña la Vieja.
Me había dejado llevar por la corriente interior de la playa que se acelera con el estrechamiento formado entre los Lisos y la punta sur de la Barra Grande. El efecto Venturi hace que la corriente de salida del agua tome velocidades enormes cuando se aproxima el final de la marea baja.
A mí me gusta dejarme llevar, inmóvil, corrigiendo la deriva con leves movimientos de aletas, como si fuera un doble timón. Uno de esos días de derrota libre me di de bruces con las dos barracudas, estilizadas, esperando alguna bandada de longorones que se hubiera dejado atrapar por la corriente, patrullando el estrecho.
En cambio se encontraron con este que esto escribe, cetáceo de neopreno. Pasé un momento de susto ante aquellos estilizados cazadores de altamar. Cada uno de ellos medía unos ochenta centímetros, un palmo más grandes que mis aletas. Me miraron con sus enormes ojos, sonriendo con una boca de afilados dientes y -para mi alivio- se dieron media vuelta, alejándose de mí con un imperceptible movimiento de su aleta caudal.
No quise esperar por si hubiera algún ejemplar más de otro pez cazador en la bocana de la playa y me dirigí a la tierra firme después de haberme embriagado con el hermoso panorama de la fauna y flora de los fondos de la playa de Las Canteras. El bullicio del paseo era un contraste a la vida en los fondos de azules y verdes marinos que dejaba atrás.

1 comentario:

cosas de poca importancia dijo...

Qué bonita es esta isla por donde quieras que le hinques un poquillo de atención y cariño. Me ha gustado mucho lo que has escrito, y me han entrado unas ganas irrefrenables de buscar mis aletas y mis gafas.