Esta entrada apareció primero enwww.canariascultura.com
Cuando me voy a
margullar (lo cual en sí mismo es una declaración de intenciones
lingüísticas; pues me niego a decir el barbarismo “snorkeling”)
aprovecho mi paseo lento a flor de agua para pensar, mientras fluyo con
la corriente hacia Los Lisos.
Bajo mi piel de neopreno curtida por mil mareas se desliza el somero
fondo de la Playa de las Canteras, poblado de sabias viejas, fulas
azules y pejeverdes danzarines, contemplados por mi gran ojo de cíclope
artificial.
El otro día mientras me abría paso entre un cardúmen de irisados
longorones blancos, traslúcidos en su pequeñez, se me fue la mente
tierra adentro, hacia unos viejos olivos que alguien había plantado en
la carretera del centro de la isla, poco antes de llegar a San Mateo.
Eran varios ejemplares que hace algún tiempo me pareció ver en un
vivero. Los olivos habían sido importados de la Península porque
hoteles, fincas particulares y ayuntamientos varios los demandaban para
sus jardines. Y qué mejor idea que traerlos de ultramar ya crecidos. Los
olivos están poniéndose de moda y, como su crecimiento es lento, se
prefiere trasplantar ejemplares de cierto porte.
Es conocido el dicho popular relativo a los olivos: Los planta el
abuelo, los cuida el hijo y empieza a recoger el fruto el nieto. Se
necesitan tres generaciones humanas para que el frutal sea rentable.
Pero en estos tiempos de vértigo, parece que no se quiere esperar entre
cincuenta y setenta años para recoger una buena cosecha, aparentemente
todos tenemos prisa para conseguir nuestros objetivos.
Es verdad que en tiempos recientes se ha incrementado la superficie
original dedicada al olivo en el sur de Gran Canaria y hasta en
Fuerteventura, pero los matos son todavía muy jóvenes y la cosecha de
aceitunas no es muy grande.
Los interminables olivares de Andalucía han necesitado siglos de
cultivo para desarrollarse. Son testigos de otras épocas donde el tiempo
se medía con otra escala, la de una vida tradicional, lenta y pausada,
pensada a largos plazos y para las siguientes generaciones.
Después de dejarme llevar por la corriente de salida del estrecho de
Los Lisos, “el efecto Venturi” ha acelerado mi navegación hasta las
mayores profundidades frente a la Peña la Vieja. Allí compruebo que los
temporales del invierno y las marejadas del oeste han denudado los
fondos, cambiando los vericuetos entre el arrecife.
La mirada se me va hasta los perfiles del interior de la isla y los
pensamientos me recuerdan un encuentro de hace unos cuantos años. Estaba
en los locales del sindicato cuando entró un joven alto y delgado, de
melena rizada hasta los hombros y ojos de mirada penetrante.
Empezó diciendo que acababa de regresar a la isla después de terminar
no sé qué máster en Filosofía y que buscaba información sobre la
reciente convocatoria de oposiciones para el cuerpo de profesores de
secundaria u otras ofertas de trabajo en colegios privados o, incluso,
en el propio sindicato.
Empecé a buscar información sobre lo que me pedía, como solíamos
hacer con muchos otros recién licenciados, hasta que sus ojos se
encontraron con los míos, diciéndome: “Tú me diste clases cuando era
niño en la escuela de Barranco Hondo”.
Me fijé con mejor atención en aquellos ojos brillantes y mis
recuerdos me llevaron a mi juventud de maestro en aquella escuela
unitaria perdida entre las casas-cueva de Juncalillo. Recordaba
vagamente aquel grupo de niños aplicados que no querían irse de allí
cuando se acababan las clases en mi tercer o cuarto año de profesión,
abrigados dentro del aula, sin calefacción en el crudo invierno de El
Tablado a 1400 metros de altura sobre el nivel del mar.
Habían pasado más de veinte años y me encantó que uno de aquellos
niños me reconociera después de todo ese tiempo. Me habló el joven de
sus estudios, me puso al día de varios de sus antiguos compañeros de
escuela, algunos habían estudiado Ciencias Matemáticas, otros Derecho y
alguno se había quedado en las altas medianías cultivando las terrazas
familiares en el barranco. Sobre todo me dijo que recordaba con mucho
agrado aquellos cursos donde aprendíamos y nos divertíamos todos con los
pocos medios con los que contábamos, en aquella escuela sin
calefacción, ni teléfono, ni fotocopiadora, donde nos fabricamos una
copiadora “vietnamita” con gelatina y papel carbón.
Me contó sus proyectos alternativos si no podía dedicarse a la
docencia, entre los que estaba una estadía en una ONG en Sudamérica. De
alguna manera me sentí orgulloso de aquel joven licenciado. Quise pensar
que alguna mínima influencia pude haber tenido en la formación de aquel
filósofo.
Los maestros de cierta edad tenemos la suerte de encontrarnos de vez
en cuando con algunos de nuestros alumnos, que nos recuerdan los tiempos
que compartimos en las aulas, y haciéndonos sentir que -al menos-
algunas de nuestras enseñanzas no cayeron en saco roto.
Tengo más de treinta años de experiencia como docente, desde la
primera línea del aula a la representación sindical, pasando por un
destino en el Extranjero e incluso un par de años en el Consejo Escolar
de Canarias.
He conocido, con mayor o menor grado de consciencia y conocimiento,
cinco Leyes Orgánicas de Educación, he “servido” bajo tres distintas
administraciones políticas españolas, bajo más de diez distintos
Ministros y Consejeros del Ramo, he estado a las órdenes de varias
decenas de directores generales, he negociado con otros varios y he
hablado con decenas de Inspectores y con muchos cientos de profesores y
maestros, individualmente y dentro de las organizaciones sindicales que
(les) representaban.
He vivido esta trayectoria con pasión y compromiso, intentando hacer
mi trabajo lo mejor que sabía en cada momento. Puedo decir que la
mayoría de todas estas personas intentaban hacer lo mismo desde su
propia perspectiva. Los profesionales de la Educación en España son tan
buenos como en cualquier país europeo.
La principal diferencia es que en España no se tiene la paciencia
necesaria para esperar a recoger los frutos, para que los olivos que
plantamos fructifiquen. Los éxitos educativos de otros países se basan
fundamentalmente en la paciencia, en la confianza en los profesores y en
el consenso político. Si se mira a modelos de éxito, como el de algunos
países orientales o la recurrida Finlandia, se observa que hay una gran
estabilidad en las leyes educativas y una mayor autonomía de las
escuelas, unidas a un gran respeto por los maestros.
Sufrimos en las escuelas la enorme presión de los políticos que
quieren ver cómo las encuestas y los análisis de resultados estadísticos
como los del informe PISA se mejoran de forma inmediata. Pocos se
ocupan de conseguir la estabilidad en los colegios y en las familias,
para que todos, familias, niños y maestros podamos disfrutar del
aprendizaje común, dándole tiempo al tiempo para que las nuevas
generaciones sean capaces de crecer en el conocimiento.
Se cambian las leyes educativas con cada cambio electoral,
olvidándose que ninguna ley cambia al individuo por decreto, ninguna ley
es capaz de motivar, ninguna ley es capaz de inspirar, ninguna ley hace
que los olivos crezcan y fructifiquen antes de tiempo, ninguna ley
sirve más allá que para ordenar papeleos y títulos.
1 comentario:
Lo relacionado con la educación me parece fundamental para cualquier sociedad, ya que es básico para tener una población inteligente. Trato de obtener hoteles economicos en distintos puntos del país, y ver como es la situación de los lugares en torno al sistema educativo
Publicar un comentario