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El sol naciente empezaba a alumbrar la cumbre de Licanejo, por encima
de los cuatrocientos metros sobre el nivel del mar, dorándola con
arreboles. La aguzada vista de los pastores, desde abajo en el valle de
los Mosquitos, había localizado varios pequeños grupos de cabras: unos
cerca de la divisoria de aguas de la cresta de Jandía, otros esparcidos
entre los cantiles y las fugas de la montaña, aprovechando el rocío de
la mañana en las pocas plantas que se atrevían a crecer en las laderas.
A nuestras espaldas, en dirección al mar, en los tableros llenos de
aulagas, también se divisaban algunas cabezas de ganado caprino
triscando entre la hierba de guirre seca. Al otro lado del fondo del
valle, cubierto de grupos de espinosos cardones de Jandía, la ladera
todavía permanecía en la sombra y ascendía en acusada pendiente hasta
la cima del Cuchillo del Palo, a casi 600 metros sobre el océano.
Después de deliberar, los pastores se dividieron en dos grupos: uno
subiría por el empinado macizo de basalto del Cuchillo, ayudándose de la
lata -el garrote majorero- adentrándose en el valle con una maniobra
envolvente digna de una estrategia militar, destinada a dirigir las
cabras hacia el sur. Mientras tanto otro pequeño grupo se dirigiría por
la carretera al valle de Jorós, un poco más al norte, para empezar su
batida desde ahí.

Los silbidos y los gritos de la partida de pastores empezaron a
resonar en el valle, indicando que la apañada de ganado había comenzado.
Algunos balidos lejanos respondían a las voces humanas, sabiendo que
subían a por ellas. Dos escasas decenas de ágiles pastores a pie
salpicaban el valle, desde las crestas de la cordillera de Jandía hasta
la costa de sotavento, abarcando más de treinta kilómetros cuadrados de
superficie.
La pequeñez humana quedaba de manifiesto ante la magnitud del
territorio. En la distancia los hombres no parecían mayores que un
ejemplar cabrío y ni siquiera la agilidad del mejor de los pastores era
rival para cualquier cabra, que se movía por su territorio natural. El
ser humano estaba físicamente en inferioridad ante las cabras adaptadas a
la agreste geografía. A pesar de ello, los pastores actuaban con el
convencimiento atávico de los cazadores neolíticos de que su
organización y valentía suplían su desventaja física. Tuve la sensación
de viajar al tiempo de mis antepasados: así debió ser hace diez mil
años.
Los mandadores de los pastores -desconfiados, con razón, de mis
habilidades atléticas- me destinaron a labores de apoyo, conduciendo una
de las rancheras todoterreno, siguiendo desde la distancia de la pista
polvorienta las evoluciones de aquellos habilidosos cabreros, pendientes
de las posibles necesidades de la partida, situación que aprovechamos
mi esposa y yo para tomar fotos.
Unos veinte pastores, desde los doce a los setenta años, participaban
activamente en la apañada, diseminados en una enorme extensión de
terreno abrupto, azuzando al ganado con un estrépito de sonidos.

Algunos silenciosos perros bardinos, que atajaban los pasos a los
ágiles machos que buscaban escapar hacia las crestas de la montaña, se
mostraban imprescindibles. Las cabras recién paridas llevaban a sus
baifos a un ritmo frenético por los andenes de la montaña, mientras
otras buscaban la huida hacia la costa donde los barranquillos tenían
cuevas perdidas.
Había varios mandadores que coordinaban desde la pista de Jandía,
pero cada pastor actuaba de forma autónoma, intentando que el menor
número posible de animales escapara al cerco. En medio de la inmensidad
de los cuchillos de Jandía, se silbaban unos a otros para avisarse.
Donde no llegaba el agudo silbo, lo hacía una llamada de teléfono móvil:
“Fulano, el macho albardado se vira para la degollada a tu derecha, ten
cuidado”.
Mientras el sol se levantaba sobre el horizonte, la partida avanzaba hacia el sur, dirigiendo pequeños grupos de ganado
guanil hacia la
gambuesa, situada en los llanos cercanos a la montaña Morisca, donde algunos ya preparaban los corrales y otros el lugar de reunión.

Los pastores majoreros son legítimos herederos de la tradición
pastoril prehispánica, común a todas las islas, donde las cabras se
dejaban en libertad para que buscasen alimento por su cuenta. Varias
veces al año los pastores organizan partidas para “apañarlas”. Las
“apañadas”, en su origen, eran actos necesariamente comunales, donde
participaban todos los habitantes de una zona determinada, para capturar
al ganado
guanil, que es como se denomina ese tipo de ganado suelto. En las apañadas se aprovecha para ahijar y marcar a los
baifos, castrar a los machos y celebrar posteriormente una fiesta amenizada de timples y versos.
Llegamos a la
gambuesa con el sol próximo al mediodía. Estaba
situado en una pequeña meseta de piedra arenisca, donde había restos de
construcciones y corrales antiguos, y desde donde se divisaba una gran
extensión de terreno descendente hasta la punta sur de Jandía y más
allá, hasta el horizonte neblinoso donde se adivinaba el perfil difuso
de Gran Canaria.
Algunos pastores mayores se apresuraban a preparar el lugar,
revisando la alambrada extendida como un enorme embudo metálico por
encima del tablero donde esperaban al ganado. La alambrada sustituía el
clásico diseño de corral de piedra seca de las
gambuesas majoreras, aunque su diseño era el mismo, terminando en un fonil de piedra que obligaba al ganado a entrar en el corral.
Mientras se acondicionaba el lugar, la apañada del sureste de Jandía
seguía su curso, empujando a las cabras hacia su destino por riscos y
tableros. En la distancia se apreciaba a los animales como pequeños
puntos dispersos que se acercaban progresivamente, emitiendo algunos
balidos lejanos. Detrás de ellos también era posible ver las figuras
enhiestas de los hombres, recortadas contra el horizonte, armados de sus
latas y precedidos de sus perros, como pastores míticos de otros
tiempos, azuzando a los animales sin descanso.
La llegada en tropel de los animales hizo que todos los presentes en
el campamento dejáramos nuestras labores para colocarnos
estratégicamente para impedir la fuga de cualquier ejemplar. Nos
situamos a ambos lados de la alambrada, como su extensión, en abanico.
Algunas cabras hicieron un último intento de escabullirse entre los
barranquillos. Este postrero intento resultó vano, pues los que allí
estábamos lo impedimos con silbidos, voces y piedras lanzadas por
delante de su ruta.
Todas acabaron dirigiéndose al final del embudo y entrando en la
gambuesa.
Al llegar al corral los animales parecían estar resignados a su suerte y, tras pasar por un antiguo
goro
de piedra , se agruparon en un gran espacio circular cerrado con
alambre. Había más de un centenar y medio de ejemplares de todas las
edades: la primera parte de la “apañada” había llegado a su fin.

Los pastores se dispusieron en torno al ganado, admirando y
reconociendo a los animales. Cada uno buscó a los suyos por las marcas
de las orejas y los distintivos pelajes de cada cual: “Allí está el
macho morisco negro, Pedro”, “allá la cabra melada cinchada con los dos
baifos berrendos de Juan…”
Según acabó la “apañada” en el campo, se fueron acercando al remoto lugar donde estaba la
gambuesa varias
decenas de personas deseosas de observar la ceremonia del marcado,
entre ellas un concejal del ayuntamiento de Pájara y el propio
presidente del Cabildo Insular de Fuerteventura, Marcial Morales.
Después de la identificación de la propiedad de cada cual, se procedió al marcado de los
baifos bien
ahijados, al ordeño de algunas cabras que tenían ubres demasiado llenas
porque las crías no mamaban de ese lado y al castrado de los machos,
siguiendo las ancestrales tradiciones de los pastores majoreros.

Después del laborioso proceso, los animales eran puestos de nuevo en
libertad, para que siguieran pastando en el semidesértico territorio
hasta el siguiente año. Tras varias horas de minucioso marcado, los
pastores liberaron a las cabras y , con la misión cumplida, se
dispusieron a celebrar una comida campestre con el asado de carne de
cochino.
El asadero y la parranda consecuente estuvo amenizada por el timple
de David Rodríguez, “El Majorero” y las voces de los curtidos pastores,
entre ellos su propio padre. Mientras algún pastor comentaba irónico,
que se comía carne de cerdo en una apañada de cabras, como si aquello
fuera una afrenta.
Resonaban los versos pícaros e ingeniosos y se comentaban los hechos
del día. Mientras la tarde empezaba a caer los asistentes se iban
retirando de aquel lugar remoto donde las viejas piedras parecían
contener la memoria de cientos, si no miles de años de apañadas de
ganado. Entre las grietas pude ver restos de lana de oveja, huesos de
ovicaprinos y miles de conchas de lapas,. burgados y mejillones
blanquecinos, acumuladas en concheros centenarios. Aquel lugar tenía el
aura de los orígenes.

David Rodríguez
Volvimos de Fuerteventura como si hubiera sido un viaje de regreso al
pasado de Canarias, todavía vivo. Ahora que está abierto el debate
sobre los ganados asilvestrados, con campañas de erradicación con rifles
en Gran Canaria de las cabras guaniles, uno debe preguntarse si no son
mucho más perjudiciales para la biodiversidad la construcción de los
grandes parques zoológicos o los acuarios, diseñados para la explotación
turística de animales exóticos, que la contención racional del número
de cabras sueltas por medio de apañadas tradicionales, que nos recuerdan
nuestro pasado, donde la ganadería caprina era una de las bases de la
economía insular.
Quizás habría que considerar la posibilidad de pensar en promocionar
las apañadas canarias tradicionales como se hace en Galicia, por
ejemplo, con la famosa “A rapa das bestas”, de Sabucedo en Pontevedra,
donde los ganaderos capturan cada año a los caballos semisalvajes del
Consello, para marcarlos, en una
http://www.rapadasbestas.es/index19b1.html?q=gl/taxonomy/term/5 multitudinaria fiesta comunal con muchas similitudes a las “apañadas” de cabras majoreras; aunque quizás sea mejor que no.
Con agradecimiento a los pastores de Jandía.