El Vago (Esta entrada al blog apareció primero en el digital CanariasCultura)
El Vago
Soy un vago. Lo confieso. Lo tengo asumido. O sea, que cualquier cosa
que haga no es otra que la excepción a la regla; soy un perezoso de la
peor calaña, la de los vagos ilustrados. Cada letra que escribo sale
porque no estoy ocupado en la holganza, y sale a trompicones, burlando
mi celoso no-hacer (que diría un budista).
Sostengo que prefiero contemplar el horizonte y las gaviotas antes
que escribir sobre ello, aquí o en Lisboa. Declaro que elijo surfear
por el etéreo mundo del ciberespacio buscando repuestos para mis viejos
artilugios o, peor aún, visionando alguna película de Russ Meyer, antes
de escribir las poesías que tengo pendiente.
Reconozco que, de cuando en cuando, tengo incluso tentaciones de
meterme en el barro y escribir sobre esas nuevas estrellas fugaces del
panorama político o, incluso, de los viejos conocidos elefantes de la
res pública. Afortunadamente, se me van tales tentaciones cuando,
oportunamente, encuentro una primera edición ilustrada de “Alice in
Wonderland” y me evado mientras me persigue un gato de Cheshire que
desaparece según leo, librándome del peligro de ponerme a escribir.
En fin, ya ven que soy un redomado holgazán. A veces, soy, quizás,
peor que eso. Me siento a ver los partidos de la Unión Deportiva, sobre
todo ahora que vuelve a irle mal, y salto maldiciendo al árbitro que se
equivoca o al delantero ése que dispara a las nubes, diciendo en voz
alta que hasta yo lo hubiera marcado.
He vuelto a seguir al equipo de fútbol de la Isla, con la pasión del
sillonista, después de aprender a ver los partidos retransmitidos por
internet (hace cinco años que no tengo aparato de televisión ¡oh,
sacrílego de mí!), haciéndome regresar a la infancia y a los recuerdos.
Era mi padre gran aficionado al fútbol; de los que iba cada domingo
en los años sesenta al viejo Estadio Insular, vestido de su mejor traje y
con puro palmero, para disfrutar del “equipillo”, que había ascendido
hasta la Primera División con la unión de los mejores equipos, en
compañía de amigos y primos.
He estado mirando las antiguas fotografías de mi viejo en el blanco y
negro de la época, viéndome retratado con él, con la mirada inocente,
una en la grada curva y otra en la loma arenosa sobre el Paseo de Chil,
oliendo todavía el trozo de calamar seco y ahumado que mascaba con
fruición aquel niño que fui en torno a los 8 años.
Ayer, mientras refunfuñaba en el sillón, vi a mi padre reflejado en
mí, retratado en una conducta de la que no me hubiera creído capaz. Fue
un “dèja-vu”. No era yo quien se levantaba y maldecía. Era la memoria de
mi padre. Entonces rememoré todo: su amargura por el descenso a Segunda
División, el dolor del primer infarto, la decadencia de su salud, la
decepción del aficionado frustrado, el desempleo, la crisis de los
talleres de tapicería artesanal, su muerte prematura y el desgarro
irreparable en mi madre.
Durante mucho tiempo me alejé del fútbol, me fui lejos, renegando de
las raíces, de las memorias infantiles, de los fanatismos futboleros, de
aquel equipo que se convirtió en refugio de mercenarios de segunda o
tercera fila, de directivos incompetentes y corruptos, de aquellos que
nos bajaron a los infiernos del juego.
Ahora -quizás como coartada a mi vagancia- he vuelto a seguir al
“equipillo” casi cada semana: mi madre -convaleciente de un ictus- me
recuerda que “de casta le viene al galgo”. Los episodios se me agolpan
en estos días de nostalgia: la ausencia del padre, la enfermedad de la
madre, la niñez ida, el fútbol y las raíces.
Recuerdo los viajes de vuelta a casa desde La Lechucilla, en la
furgoneta rubia del tío Domingo, una vieja Vauxhall Victor, cargada con
cuatro adultos y siete niños, la mayoría acomodados en la plataforma de
carga trasera, adormilados tras un fin de semana de aventuras entre las
brumas de los castañeros y la caza de ranas en el barranco:
-Antonio, ¡rádianos un partido! -clamaba el tío detrás del volante; tendero antes de lanzarse a las explotaciones turísticas
-¿Qué partido quieren? -me atrevía a preguntar, a sabiendas de que ninguna excusa tímida iba a satisfacerlos.
-Uno con el Real Madrid, el Barcelona o el Valencia, pedía el
público, sabedor de que iba a ser uno aquellos partidos entre los
gallitos de la categoría y los nuestros, David contra Goliat.
Y entonces, me transformaba en Pascual Calabuig o en Segundo Almeida y
narraba el épico partido como si fuera una película de suspense, donde
la Unión Deportiva siempre ganaba, superando sufrimientos e injusticias.
Nadie sospechaba, ni siquiera yo mismo, que aquel ejercicio radiofónico
infantil iba a servirme en el futuro para saber contar historias, una
vez superada mi proverbial vagancia.
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