Entrada publicada primero en www.canariascultura.com
Miedo a estas visiones
tuve, pero luego
que he mirado a estotras,
mucho más les tengo
CALDERÓN DE LA BARCA
Ando entre las calles de mi ciudad, a veces con rumbo fijo, a veces
errante sin una derrota clara. Despliego las velas latinas de mi
equipaje básico y surco el piélago de la trama urbana de la zona
portuaria, bloc de notas en ristre, gafas caladas. Miro con ojos de
fotógrafo o trazo con mano alzada los perfiles de personajes para la
cotidiana realidad novelesca: me fijo en una fachada peculiar, en un
automóvil desvencijado o en una mora embozada. Aquí y acullá hay
ingredientes para filmar un documental digno de del Gran Bazar de
Ispahán o del Rastro de Tristán Narvaja en Montevideo.
Paseando cerca de la playa me topé con los puestos de los voluntarios
de la Asociación de Vecinos Playa Chica, que en un tenderete
improvisado ofrecen “Books for Food”. Allí tienen dispuestos multitud de
libros en varios idiomas para que el pasante pueda elegir los que
quiera, con el compromiso de traer alimentos a cambio, alimentos que
después se distribuyen con la colaboración de Cáritas.
He tomado el puesto en la calle Torres Quevedo como referencia de
paso en mis peripatéticas excursiones por la zona. De allí he sacado
algunos ejemplares curiosos que alguna vez quise leer u otros que hube
de leer en mi juventud introvertida, sin que me diese cuenta.
Según he ido adoptando los libros he ido acarreando paquetes de
arroz, de legumbres, de aceite, tarros y latas varias e, incluso, he
llevado algunos ejemplares de “El anillo del pulpo”, en la edición de
Incipit Editores, como compensación para el banco de alimentos que
gestiona la asociación.
A pocos pasos de la playa cosmopolita existe otra realidad ajena a
los bañistas, los turistas y los paseantes: una de personas con
necesidades básicas, de alimentos, de ropa, de alojamiento. Algunos
bloques de apartamentos de los pioneros del turismo se han convertido en
refugios de fortuna para inquilinos pobres.
Algunos de los libros expuestos son enciclopedias educativas sin
abrir, todavía con el folio plástico que los envolvía cuando se
vendieron al peso y con un aparato de vídeo como incentivo, otros tienen
el uso de miles de manos, algunos –incluso- están dedicados a un nieto o
a una amada. Ahora sirven de moneda de intercambio para otras
necesidades más primarias.
Casi la mitad de los libros expuestos están escritos en lenguas
extranjeras: alemán, inglés o francés; aunque también destacan los de
las lenguas escandinavas, sueco, noruego, danés o finlandés. La mayoría
son de ediciones de bolsillo de “best-sellers” internacionales, mudos
testigos de las horas de lecturas de los exiliados invernales del centro
y norte de Europa; y de su solidaridad.
Entre los ejemplares que he adoptado quiero destacar dos de los tres
tomos (el tercero no estaba allí) de las Obras Completas de Lenin,
editado en la extinta Unión Soviética. Pero lo destacado de los dos
tomos no es ni su autor ni su editora, sino que llevaba un “ex-libris”
de la extinta Unión del Pueblo Canario, como mudo testigo de los
convulsos años de la transición y los primeros experimentos de la
llamada izquierda nacionalista canaria. Más de tres décadas más tarde,
ni siquiera me apetece hacer una reflexión profunda sobre los orígenes o
el destino de algunos de los políticos que pudieron haber hojeado los
libros en aquellos días, para simplemente acabar de director general de
algo.
Yo prefiero encantarme con los ejemplares de “El reino de este mundo”
o “Ecué-Yamba-O” de Alejo Carpentier, editados en La Habana
precastrista o con “La línea de sombra” de Joseph Conrad, mientras animo
a los lectores a pasarse por la calle Torres Quevedo, provistos de
algunos alimentos no perecederos, para ver si encuentran un tesoro
literario o un manual sobre el cultivo de bonsáis antes de que lo haga
yo.
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