La sala estuvo primero en la
calle Venegas y de allí saltó a la calle de San Pedro, lindando con el muro del
barranco oculto. Desde 1994 residió allí el templo de la noche, la música, la
intelectualidad y la bohemia de la ciudad. Durante décadas desfilaron por su
sala y su barra artistas incipientes o voces consagradas: Compay Segundo,
Serrat, Javier Krahe, Hilario Camacho, Pedro Guerra, Rosana Arbelo, Arístides
Moreno, Los Coquillos, Prana, Domingo Rodríguez el Colorao o José Antonio Ramos, componen una
pequeña selección de aquellos que por allí pasaron.
Yo, confieso, solo estuve un par
de veces por allí. Y las veces que fui lo hice por algún compromiso ineludible
durante mi época sindical, bien porque el huésped de turno quería ver y oír el
sonido del timple solista de José Antonio Ramos o la voz rota de Javier Krahe o
bien porque la chica de turno simplemente quería oír algo de jazz.
Yo entraba a regañadientes,
queriendo fugarme antes de hacer algún disparate. Para mí, el local de
Cuasquías también ocultaba otros sonidos y olores, persistentes más allá del
humo y los vapores etílicos: el aroma de la madera de caoba o de cedro, los
barnices de la ebanistería y el golpeteo de los martillos de tapicería sobre
las tachas de semilla. Alguna vez quise saltar la barra y cruzar el antiguo
patio hasta llegar al taller de tapicería del fondo, esperando encontrar a mi
padre, calzado de alpargatas, con tachuelas en la comisura de los labios, los
ojos brillantes detrás de las gafas y una madeja de crin en las manos,
diciéndome: “¿qué libro traes hoy para leer mientras me esperas, muchachito?”
Mi padre fue un artesano tapicero
y trabajó en aquel sitio durante más treinta años. Allí entró de aprendiz antes
de cumplir los catorce años y allí siguió hasta que Muebles San Pedro tuvo que
cerrar las puertas a principios de los años setenta del pasado siglo, cuando la
competencia feroz de los recién implantados grandes almacenes obligó a las
pequeñas empresas canarias a cerrar. Era imposible competir con los tresillos
hechos en serie en las fábricas de muebles levantinas o con los muebles
elaborados con maderas prensadas del País Vasco.
Muebles San Pedro era un comercio
local que fabricaba y vendía todo tipo de muebles por encargo. Llevaba más de
medio siglo en el negocio y, junto a dos o tres comercios similares, surtían el
mercado local de todo tipo de muebles, sillones, mesas, aparadores, sillas,
telas y materiales para la tapicería.
Allí trabajaba una decena de
magníficos artesanos, entre los que se encontraba mi padre, ajenos a las
intrigas del tiempo, al desembarco de los gigantes, de Galerías Preciados, de
El Corte Inglés, ansiosos de ocupar un mercado en alza, por el naciente
desarrollo que traía el turismo.
Muebles San Pedro no pudo
resistir demasiado la competencia y tuvo que cerrar las puertas, enviando a un
desconocido paro a todos aquellos artesanos, que de la noche a la mañana se
encontraron en la calle, en un nuevo mundo hostil, sin empleo ni perspectivas.
Recuerdo las veces que acudía al
taller a esperar que mi padre acabara la jornada laboral. López, el encargado
de la tienda, me dejaba pasar por debajo del mostrador, permitiéndome echarle
una mirada a la enorme caja registradora de la marca Krupp, antes de escurrirme
hasta el taller entre una barahúnda de sonidos de carpintería.
Allí estaban David, el de la
Portada Verde, y sus hermanos, Maestro Ignacio, Paco Torres y algunos otros de
quienes –desafortunadamente- no recuerdo sus nombres. Mientras mi padre cosía a
mano el forro de algún sofá o terminaba de enguatar la tela florida de alguna
butaca centenaria, yo me sentaba en una esquina a leer “Los corsarios de
Mompracen” de Salgari o “Las tribulaciones de un chino en China” de Julio
Verne.
Recuerdo aquellas tardes perdidas
en la nebulosa de la infancia y las aguas ocultas del aprendiz de río, entre
los fantasmas de Andrés el Ratón, los quioscos del Puente de Palo y las ninfas
del Puente de Piedra, la imaginación llena de libros prestados y cómics de la
editorial mexicana Novaro.
Por eso me resistí durante mucho
tiempo a entrar en el número nueve (después número dos) de la calle de San Pedro. No quería romper la telaraña de mis recuerdos infantiles con los nuevos
inquilinos de la casona, primero con los del Pool y después con los de
Cuasquías.
Quizás me equivoqué, porque eso
me hubiera permitido conocer mucho antes a Alexis Ravelo Conocí a Alexis
muchos años más tarde, cuando él ya había dejado su trabajo en Cuasquías.
Primero como autor de la misma editorial que yo, Anroart, y luego,
personalmente, cuando lo invitamos a nuestro colegio para que se presentara
ante nuestros alumnos de Los Altos, que habían leído el precoz “Las fauces de
Amial”.
Jorge Liria, con su ojo experto
de editor y periodista, le dio la oportunidad de publicar varios cuentos
infantiles y juveniles hasta que apareció su “alter ego”, Eladio Monroy, con
sus aventuras detectivescas por nuestra común ciudad, que lo llevaron al éxito
local.
Es Alexis un escritor integral,
que vive de su palabra y de sus cuentos, que maravilla a cualquier audiencia
con sus anécdotas y su ingenio, a la manera medieval (y actual). Es capaz de
conseguir la atención de escolares tanto como de adultos y es de los pocos
escritores canarios que vive de sus libros, lo cual es la mejor prueba de su
talento.
He seguido con interés –y cierta
envidia, debo reconocer- sus peripecias literarias hasta fichar por la
editorial catalana “Alrevés”. Allí ha publicado recientemente “La estrategia
del pequinés” en una colección de novela negra.
He leído con fruición esta nueva
entrega de nuestro Raymond Chandler. El arte literario de Alexis Ravelo culmina
con esta edición de una novela negra destinada a convertirse en clásica del
género.
“La estrategia del pequinés”
retrata de manera magistral los mundos y submundos de estas tierras del
subtrópico como un retratista consumado. Se enmascara Alexis detrás de una de
aquellas antiguas cámaras con paño oscuro y lentes intercambiables para trazar
una historia en blanco y negro de la realidad insular, vista desde la
oscuridad, con humor negro, ironía e inteligencia.
Pero no es “La estrategia del
pequinés” una historia localista; sí, está ambientada en Gran Canaria, en la
ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, con alguna salida al exterior, pero los
personajes podrían vivir en La Habana, en Londres, en Miami o en cualquier
parte, son arquetipos de valor absoluto.
Alexis ha conseguido convencer a
una editorial exterior de que su arte trasciende las fronteras de estas ínsulas.
Traza Alexis arquetipos universales de perdedores, de “underdogs”, de
“pequineses” que resisten hasta que los perros alfa de este mundo se confían,
pera ser mordidos con la desesperación de quien no tiene nada más que perder.
Quiero pensar que el caserón de
la calle San Pedro tiene las buenas vibraciones de una casa que ha cobijado a
muchos creadores, artistas, músicos y escritores.
Alexis Ravelo es digno representante
de todos aquellos que hemos respirado el olor de la caoba, la tea y el tabaco
de aquellas paredes, de aquellos que crearon buenos muebles, buena música y
leyeron buenos libros en aquel lugar y que viven para siempre en nuestra
memoria.
3 comentarios:
Con el pretexto de una crítica constructiva de La estrategia del pequinés de Alexis Ravelo o Rivero (debe haber un error en el apellido)el autor nos traslada al mundo de sus recuerdos de la infancia, ligadas con el establecimiento donde se ubicaba Cuasquía en la C/ de San Pedro, donde anteriormente trabajó su padre en una empresa de muebles y como no puede ser menos, los recuerdos del padre, siempre afloran emociones, con algunos detalles de su trabajo. También nos habla de las vicisitudes del Cuasquía, que le llevaron a cerrar y finalmente nos habla de la magnífica obra de La estrategia del pequinés, que da la impresión de que se hace ineludible leer. Un estupendo relato, que como en el caso que nos ocupa, se mezclan sentimientos paternos con un excelente resultado.
Juan Tejera.
Juan,
Muchas gracias por tus críticas. Es evidente que te has fijado en un desliz que me había pasado por alto: Rivero por Ravelo. Pero es que-casi estoy seguro de ello- también había un Rivero entre los carpinteros de Muebles San Pedro y la memoria me ha jugado una buena...
Como dice Ravelo, los juntapalabras somos unos enredadores de cuidado.
Con un poco mas te saldría un cuento precioso. perdona por lo poco, te felicito
Pedro Dominguez Herrera
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