domingo, 28 de agosto de 2011

CUADERNO DE VIAJES (I)

El tren Alvia parece un aerodinámico animal fuera de época cuando se adentra en la antigua estación del Ferrocarril del Norte en San Sebastián, techada en los talleres de Gustave Eiffel, con una marquesina metálica que parece un fragmento de la torre parisina puesta allí para cubrirla de la eterna lluvia del Cantábrico.
Me sorprendo de la limpieza y pulcritud del vagón de clase preferente. Cuando el tren abandona la estación para adentrarse en la Guipúzcoa profunda veo los verdes bosques de hayas y robles que destacan entre los valles donde están los pueblos grises y los caseríos dispersos.
Avanza el tren por un dédalo de túneles hacia la capital alavesa, más castellana y menos intrincada. Las brumas cubren las cumbres de los montes mientras el servicio a bordo es exquisito. A veces las vías del tren van paralelas a la antigua carretera Nacional I, pero  la mayoría del trazado sigue su propio camino entre laderas boscosas y cimas peladas.
Llegamos a Vitoria tras un dificultoso ascenso hacia el sur. Allí el terreno se hace llano, desaparece el bosque cantábrico y aparecen grandes extensiones resecas con la cosecha recién recogida. El tren cruza el condado de Treviño. Nos ofrecen café, periódico y entretenimientos audiovisuales a bordo.
Seguimos veloces en dirección a la meseta castellana, cruzando por el desfiladero de Pancorbo, antes de llegar a Miranda de Ebro. A partir de allí se extienden las interminables llanuras castellanas de mis memorias escolares: campos de cebada, avena y trigo, afeitados al ras que permiten las máquinas cosechadoras modernas.
Los tonos amarillos de los campos ya cosechado se intercalan con grandes plantaciones de girasol que se orientan al sol poniente. Las lomas calvas se recortan contra el horizonte como si fuera Fuerteventura tendida sobre la Meseta, vista desde la llanura de Tiscamanita.
La luz del atardecer tiene heraldos del otoño, que tiñen de calidez las ondulaciones del terreno. Aquí y más allá, en lontananza, hay molinos de viento, que giran perezosos en la calma vespertina de la llanura donde el Cid cabalgó, desterrado, a la leyenda.
Hay líneas de choperas y alamedas que señalan arroyuelos casi secos en el otoño precoz, fluyendo hacia el Arlanzón, que cruza Burgos en el estiaje del Duero, de oro bajo la tarde rojiza.
Silba el tren mientras cruza pueblos dormidos de nombres sonoros: Quintanapallá, Lerma o Quintanilla, con iglesias que se alzan al cielo. Hay pacas de paja que esperan ser recogidas para el forraje invernal en los campos secos. La vía continúa ahora paralela a la moderna autopista de peaje mientras nos sirven una cena de calidad. Intuyo que Atapuerta está en alguno de los taludes de la vía, porque lo vimos en el viaje de ida. Según cae lenta la noche sobre la Meseta atravesamos unos paisajes pictóricos dignos de un Van Gogh que adorase los tonos amarillos y los anaranjados.

El tren vuela proa al sur y mientras cae la noche me entretengo en observar a los pasajeros del vagón de preferente: el servicio es excelente y no ceso de sorprenderme con las pequeñas comodidades que sigue ofreciendo la “tripulación” (así la llama el conductor cuando avisa que nos vamos a internar en los túneles que atraviesan la Sierra de Guadarrama).
Hay un señor de cierta edad con bigote recortado a la usanza franquista -sordo de sonotone- que no para de pedir güisquis para incomodidad de su esposa; también viaja   otra señora elegante con labios “duquesa de Alba”, traje de chaqueta bien cortado, que lee Expansión detenidamente y hojea embarcaciones en un arrugado extra de navegación a vela del periódico ABC, haciendo declaración de intereses e intenciones, lanzándome miradas de reojo mientras escribo.
Delante de mí se sientan dos chicos jóvenes, uno parece universitario y lee en inglés una novela negra de un autor escandinavo y el otro tiene los dedos engrasados de un mecánico, que está impaciente todo el camino e intenta bajar la persiana que comparto con él para protegerse del mismo sol que yo quiero ver. Al final hemos llegado al compromiso tácito de dejarla a media ventana, para que él dormite y yo esté despierto.
Al otro lado del pasillo se sienta una señora octogenaria que viaja sola y lleva colgado a su cuello un móvil de los más sencillos, como hilo umbilical con el exterior, mientras reparte su tiempo entre crucigramas y revistas de cotilleo social.
Después de cruzar Valladolid, Segovia y los túneles bajo Guadarrama avistamos Madrid en la distancia. Parece una miriada de estrellas a ras de tierra, cubriendo el horizonte de la noche. Según nos acercamos se agrandan las luces y toman las formas de los rascacielos de la Castellana. Casi sin tiempo para anotar nada más, nos adentramos en la Estación de Chamartín. Tras cinco horas y veinte minutos hemos alcanzado la capital de España.
Me bajo del tren embargado de un extraño sentimiento, más propio de un romanticismo novecentista que el de un apresurado viajero moderno. ¡Vivan los trenes!

No hay comentarios: