lunes, 13 de abril de 2015

COLECCIONISTAS DE AUTOMÓVILES

 Se publicó primero en CanariasCultura (con banda sonoro original de Enrique Mateu)

Empecé a coleccionar coches antes de cumplir los seis años. Al principio sólo eran pequeñas reproducciones de la casa inglesa Matchbox, que mis padres compraban en la desaparecida tienda de juguetes Copacabana, sita en la calle Juan Rejón de la capital grancanaria, frente al Castillo de La Luz, a dónde peregrinaba antes de cada cumpleaños y ocasión. Esa afición a los automóviles me dura hasta hoy. Y sigo coleccionándolos, en todas sus escalas, desde la 1:38 a la 1: 24  hasta llegar a la 1:1, según la medida de mis recursos.
Eran los años sesenta y el niño que fui tenía dos aficiones principales: leer y aprenderse las marcas de los automóviles que se cruzaban por el camino, deletreando ele de Lancia, eme de Morris, erre de Renault, ese de Simca, doble uve de Wolseley y Z de Zündapp.
Mis padres nunca tuvieron coches y tampoco sabían nada de ellos.Tuve que recurrir a mi tío Santiago y a mis propias dotes de observación, para distinguir un Morris de un Austin, a un Wolseley de un Riley, combinando mi afición por la lectura con la mínimas diferencias de cada coche, dictadas por la política comercial del conglomerado industrial de la BMC (British Motor Corporation), aprendiendo metódicamente las marcas del imperio británico, antes de que las huelgas y Margaret Thatcher acabaran con su industria del automóvil. Procuré conseguir un ejemplar en miniatura de cada uno de los más interesantes, sin olvidarme de algunos otros ejemplares de la competencia de la Rootes: los Sunbeam, Hillman o Singer.Enrique Mateu Kopi Luwac_wide

De niño, cuando iba por las calles conocidas, sabía donde podía esperar encontrar el Humber Super Snipe del farmacéutico o  el desvencijado Austin A40 Farina del panadero. De cuando en cuando se me aparecía como un fantasma rodante el Rolls Royce del doctor Stanley S. Pavillard, del cual leí muchos años más tarde su libro autobiográfico,  “Bamboo Doctor”, donde relataba sus aventuras en Birmania  y Malasia durante la Segunda Guerra Mundial, donde fue destinado como médico especialista en medicina tropical. Pavillard nació de padres británicos en Las Palmas de Gran Canaria en 1913, adonde volvió después de pasar parte de la guerra prisionero de los japonesesen un campo de concentración cerca del río Kwai.
Probablemente mi anglofilia data de esa época infantil, llena de mecánicas simples y fiables, de motores de empujadores y balancines, de Alonso Quesada y su “Smoking Room”, de su visión de la colonia británica, de los consignatarios de buques que se saltaban el boicot a Sudáfrica, dejándonos mermelada de naranja del Cabo de Buena Esperanza y el “Appletiser” de burbujas, mientras los trasatlánticos de la Cunard nos traían a Agatha Cristie y a Churchill en su vejez.
Mi primer coche fue -como no podía ser de otra forma- británico: un Vauxhall Viva de dos puertas. Lo compré en 1980, con veinte años míos y dieciocho el coche. Nos hicimos buenos amigos, compartiendo aventuras y penurias. Desafortunadamente, me deshice de él tres años más tarde, para irme a Fuerteventura como maestro. Le perdí la pista en una chatarra del sur de la isla.
He tenido muchos otros coches desde entonces. Conservo buen recuerdo de la mayoría de ellos y preservo algunos otros, que forman una modesta colección ecléctica en distintos estadios de conservación: desde la pura chatarra hasta ejemplares en estado aceptable, con quienes mantego una relación de amor-odio.
Como coleccionista”amateur” conozco la pasión y la penitencia de la misma, sé de la emoción de ver terminado un motor de un raro FIAT 130, después de haber buscado piezas de repuesto hasta los confines del planeta en Nueva Zelanda y la posterior terrible decepción de comprobar que después de un año en el taller de chapa y pintura, una de las preciosas culatas doble ha perdido la  compresión. Llevo cicatrices en las manos que me hice cambiando el diferencial delantero de un Land Rover de 1960 y una uña negra del día que me pasó de refilón por encima una rueda de un viejo tractor Fordson.
Ando en estos días recopilando información y datos para el proyecto común con Victoriano Santana Sanjurjo, Jorge Liria y Enrique Mateu para reeditar  mi novela Kopi Luwak, incluyendo la banda sonora que ha compuesto Enrique para la ocasión, junto con la información gráfica y técnica que usé oportunamente mientras la escribía.
 Coleccionistas de automóviles

Está la novela sembrada de automóviles, que participan del argumento como coprotagonistas mecánicos  de una novela clásica: todos y cada uno de ellos tiene una personalidad definida y acompañan a sus conductores en su peripecia vital. Encontrará el lector avisado ejemplares de Volkwagen T2, Citröen DS, Tatra 87, Audi Silberpfeile, Ferrari BB, BMW M5 y Jaguar Type C, entre otros, presentes por todo el relato, incluyéndose en la banda sonora el sonido del motor del M5 en uno de los temas. La historia de la grabación del sonido del motor de seis cilindros en línea merece un capítulo aparte; aunque con el permiso de mi amigo les cuento que se grabaron con unos calcetines como elemento esencial para suprimir el ruido del viento en unos micrófonos Schoeps.
Como miembro de la rara cofradía de los reales amantes de los automóviles de colección, he conocido a muchos otros apasionados con los que comparto este placer lleno de penurias y trabajos dignos de Hércules. Sufrimos la incomprensión de muchos, las dificultades para encontrar repuestos, los enormes costes de la restauración y el mantenimiento, los problemas de espacio (nunca es suficiente), el escepticismo familiar ante esa pasión que compite en tiempo y recursos. Pero, al final, nada se acerca  al incomparable sentimiento de satisfacción de ponernos al volante del objeto de nuestra pasión, bien acompañados, mostrando una sonrisa inescrutable mientras manejamos el viejo Austin Seven que rescatamos de un gallinero.
Hay otros coleccionistas que no se distinguen precisamente por amar los automóviles que poseen. Son meros inversores que, con mayor o peor fortuna, han decidido invertir grandes sumas de dinero en objetos de prestigio, que pusieron de moda a finales del siglo XX los nuevos ricos del coleccionismo, atraídos por el “glamour” de concursos de elegancia, como los Villa del Este en Italia o Pebble Beach en California y el espejismo de los beneficios de la especulación en Bugatti, Ferrari o Hispano-Suiza.
Muchos de ellos no saben nada de los automóviles que tienen, salvo que valen dinero y son el equivalente a una buena cartera de valores bursátiles. Por supuesto, no se manchan las manos de grasa para un simple cambio de bujías ni saben donde pueden conseguir el juego de juntas del motor o cómo ajustar las válvulas, ni mucho menos saben la historia íntima de cada coche.
Últimamente, he observado con perplejidad el caso de uno de tales “coleccionistas”, el señor Jordi Pujol Ferrusola, primogénito del que fue largos años “honorable” presidente de la Generalidad de Cataluña, que ha sido noticia por su implicación en un caso de blanqueo de capitales y fraude a la hacienda pública.
Tiene el señor Pujol “junior”, una enviable colección formada por tres Ferrari (un 328 GTS, un Testarossa y un F40), tres Porsche (un 356B, un 911S y un 911 Targa), dos Lamborghini (un Diablo  y un Miura), dos Mercedes Benz (un 230 SL y un McLaren SLR), dos Jaguar E Type, Un Lotus Elan, un SEAT 600, un par de Bultaco (Metralla Mk2 y Sherpa) y una OSSA (MAR, Mick Andrews   Replica).
Preguntado el señor Pujol en sede judicial por el valor y procedencia de tanta y buena maquinaria, respondió con respuestas y argumentos que sonrojarían a cualquier aficionado consciente de los valores actuales del mercado. No sé si quienes lo juzgan se documentan o piden asesoramiento a los expertos y peritos que cuentan en el sector.  Quizás nos encontremos ante un genio inversor, localizador de chollos clásicos, que ha sabido encontrar tesoros automovilísticos a precios de risa; aunque otras razones sean más plausibles.
Repasando sus declaraciones no dejo de asombrarme, tanto o más que leyendo las de sus progenitores en otras causas paralelas. Ciñéndonos al caso de Jordi Pujol, reproduzco alguno de sus relatos acerca de lo que supuestamente le han costado: Pagó 3000 € por un Jaguar E-Type “porque habían hecho carreras con él y estaba destrozado”, por el Porsche 911S, pagó 2800 € “porque el motor estaba en mal estado”. El Lamborghini Diablo lo sacó en 25000 € y el Testarossa le costó sólo 22500 € por hacerle un favor a un amigo que estaba en una situación “muy, muy difícil”.
Este benefactor de amigos en problemas parece olvidar que hay unas cotizaciones de vehículos clásicos en las revistas, tiendas y talleres especializados que dejan en evidencia sus declaraciones, pretendiendo que todo el mundo va a admirar su talento comprador, ignorando que  sólo el capot delantero de un E-Type cuesta esos 3000 € que él dice le costó el coche entero o que una chatarra completa de un Porsche 911S de 1971 a restaurar por completo ya supera la barrera de los 45000 €, por no hablar de los valores de un Ferrari F40 que se acercan en las subastas continentales a las seis cifras.
Dejemos a la justicia hacer su trabajo, mientras tanto yo espero que me llegue un libro de taller original de 1970 de  la British Leyland, que he pedido para soñar que alguna vez podré terminar de restaurar un maravilloso Triumph TR6 rojo con mis propias manos y podré salir a pasear con él acompañado por mi paciente esposa.

lunes, 6 de abril de 2015

El mentidero del tiempo


Libros Ebook_wide

Esta entrada fue publicada primero en el digital CanariasCultura.

El verano ha pasado y ahora leo “Vivir para contarla”, la autobiografía de Gabriel García Márquez donde cuenta el genial Gabo que “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
No es el inmortal escritor colombiano el único que así piensa. Solemos los seres humanos vivir de nuestros vagos recuerdos y de la interpretación que hacemos de ellos y, cuanto más vivimos, más razones tenemos para fabular sobre ellos entre la neblina del pasado.
Hace algún tiempo, por razones que no vienen al caso, tuve oportunidad de visitar la sacristía de la vieja iglesia del siglo XVII en San Lorenzo. El cura nos estaba enseñando las reliquias que guarda el templo y me llamaron la atención unos curiosos escalones o asientos de piedra bajo una ventana situada en la esquina. Cuando le pregunté al sacerdote por aquello me dijo: “Ah, sí; eso es el mentidero, donde se sentaban las comadres o el sacerdote a ver pasar la gente por la calle”. Y siguió enseñándonos cálices, pinturas y esculturas que formaban parte del tesoro de la parroquia.
Algún tiempo más tarde pude ver otros “mentideros” similares: en casas de solera en Vegueta, Teror o Tunte e, incluso, observé uno en una casa solariega de la ciudad portuguesa de Sintra. Es decir, una de las ocupaciones de las familias acomodadas consistía en observar desde la semipenumbra los pasos de los vecinos por la calle, discretamente, para después ser criticados a modo. Los que no disponían de asientos apropiados bajo las ventanas de sus casas sacaban una silla a la calle, sobre todo en los días de calor, para observar al vecindario y enhebrar alguna que otra charla.
Hoy día casi nadie se sienta a ver pasar a la gente desde las puertas de la casas y, mucho menos, desde los mentideros de cantería. Nuestra curiosidad por la vida de los demás queda saciada por otro elemento de la novelería de masas: la televisión, esa ventana abierta por la que se nos cuelan todo tipo de acontecimientos y personajes.
Y allí se concentran los esfuerzos contemplativos de los mirones y comadres actuales. No faltan programas de todo tipo que alimentan las ansias por saber de la vida, milagros y miserias de nuestros conciudadanos. Es curioso comprobar cómo muchas personas saben más de la vida de personas extravagantes y de dudoso valor social, ético o moral que las de su propia familia.
Confieso que no tengo aparato de televisión desde hace casi cinco años y eso me convierte en un ser de otra galaxia o, al menos, de otro siglo. Empecé a resistirme a cambiar mi antediluviano aparato que todavía funcionaba con un haz de rayos catódicos por uno de esos de cristal líquido y pantalla plana a finales del siglo pasado. Ahora que los hay, no sólo planos sino también en Alta Definición, 3D, plasma, sonido envolvente con mil altavoces y no sé qué más maravillas, pienso que me he quedado atrás del todo y aquí prefiero quedarme.
Reconozco que tengo cuenta en varias redes sociales de Internet pero mi participación en ellas se reduce cada vez más, probablemente porque la euforia inicial se me ha ido disipando.
Mientras tanto, he seguido adoptando o comprando libros de segunda mano por doquiera que los puedo encontrar: a particulares, rastros, tiendas de libros usados o asociaciones de vecinos donde me conocen como cliente habitual.
El problema es que me temo que me estoy acercando a los límites de almacenamiento de libros en mi casa, por no hablar de mi capacidad de poder leerlos todos antes de que la parca me alcance. Aunque suelo ser selectivo, mucho me temo que debo racionalizar mi afición antes de sucumbir por ella. He leído recientemente que el sociólogo Amando de Miguel está vendiendo su biblioteca porque no puede afrontar los gastos de la hipoteca de su casa, la cual construyó a su medida (la de los libros, supongo).
De todas formas, sigo prefiriendo asomarme a las vidas de los demás a través de la literatura, sea como lector o como escritor, porque ni estoy dispuesto a comprarme una televisión ni a abrir una nueva ventana con asiento incorporado en la esquina de casa, aunque el único lunar que empaña este escrito es que todavía dispongo de cuentas en las citadas redes sociales. ¿Por cuánto tiempo todavía?