viernes, 26 de abril de 2013

LOS SABIOS DESCALZOS Y LOS IGNORANTES CON CORBATA

Entrada aparecida primero en www.canariascultura.com

Empiezo estas líneas con la difusa tentación de hablar de nuevo sobre el teleférico al Roque Nublo y los empecinados con corbata que lo promueven. Ya dije lo que creía sobre ello en otro artículo “colgado” del cadalso cibernético; y pienso que no debo añadir ni una sola coma más.
Ni un millón de argumentos razonables movería a aquellos cuyo único horizonte es la avaricia o la ignorancia, por eso me voy por otros derroteros más sensibles y significativos, dejando mis palabras sigan resonando al aire libre y a los ecos de las fajanas oscuras que bajan desde la Cumbre.
Debo reconocer que siento una cierta afinidad con los parias, los desheredados y los olvidados de esta sociedad. Quizás fuera la mano de Andrés “el Ratón”, que se posó sobre mi cabeza uno de los últimos días en los que el Barranco Guiniguada pudo ser visto “correr” hasta el mar; y su mano descomunal me dio la bendición diciendo: “este muchachito parece que va a ser un buen mozo; procura ser un hombre de provecho”.

http://www.barriodesanjose.com/blog_barriodesanjose/?p=8098

Fue un día de 1966 cuando las aguas del barranco bajaban tumultuosas, llenas de barro y haciendo sonar los callaos. Yo tenía seis años y el recuerdo se ha avivado recientemente. Aquel día de invierno mi padre había llamado a casa para avisar que el Guiniguada bajaba de la Cumbre con agua y mi madre me llevó con ella para que lo viéramos juntos.
El difuso recuerdo fue confirmado durante el reciente octogésimo quinto cumpleaños de mi madre: después de ver las aguas correr de “banda a banda” nos fuimos hasta el Bar Polo en el Puente de Palo sobre el aprendiz de río, donde Andrés me impuso su mano.
Entre los parroquianos habituales del bar estaba Andrés Déniz, conocido como Andrés “el Ratón”. Era un personaje curioso, una especie de vagabundo urbano, un pionero de lo que más tarde hemos llamado vagabundos o “sin techo”; aunque éste tenía un aura particular, de personaje respetado, de sabio descalzo, de Diógenes, que formaba parte de la historia interna de la ciudad, siendo glosado en su época, vox populi, en la prensa local y en alguna publicación impresa. (*)
Deambulaba Andrés por los alrededores del mercado de Vegueta, pendiente de alcanzar unas monedas llevando una compra o haciendo algún recado, descalzo sobre los adoquines de las calles y vistiendo un terno oscuro, condecorado con medallas de las últimas guerras coloniales, quizás encontradas en el cauce del Guiniguada, donde buscaba oro –real o falso- para embaucar a quien se dejara.
Describe mi madre a Andrés Déniz como un hombre grande, con porte casi militar, muy educado en el trato, sabio en las expresiones, de tez rubicunda, ojos brillantes y pies descalzos, enormes, donde frotaba los fósforos para encenderse su habitual virginio.
Cuenta mi progenitora que estando ella con mi padre otro día en el Bar Polo, entró un señor bien trajeado y, acercándose a Andrés “el Ratón”, también presente en el local, le dio unas monedas –no sabe mi progenitora si en pago de una deuda previa  o como práctica habitual-; pero la reacción del noble “clochard” sorprendió a todos:
  -No, gracias, no me hace falta; mejor le da las monedas a esa pobre que está pidiendo en la entrada.
  -Pero usted también es pobre y las monedas se las he dado yo a usted –se sorprendió el caballero.
  - Yo, señor, no soy pobre y, además no estoy pidiendo nada –respondió el sabio descalzo.
 - ¿No es usted pobre? Pero, hombre, si no tiene casa y duerme en el barranco.
 -Sí, pero no soy pobre. Tengo todo lo que necesito. No me falta qué comer y duermo en la mejor de las casas: tengo el cielo estrellado por techo. Si llueve me meto bajo el puente y si el barranco corre hay zaguanes donde me dejan quedar. Yo no soy pobre; pobre es esa señora que pide y tiene un niño pequeño a quien alimentar. Déle el dinero a esa señora, que lo necesita más.
Todos los presentes se admiraron de otra de las anécdotas de aquel caballero descalzo, con una filosofía vital digna de un sabio griego: no es más rico el que más tiene sino el que menos necesita.
Aquella ciudad de mi infancia, cruzada de puentes, habitada por vagabundos condecorados, de guardias tocados con salacots coloniales y tartanas paseando turistas, se desvaneció en los años setenta mientras el barranco se cubrió con cemento y Andrés “el Ratón” perdió su cobijo bajo las estrellas, mientras hordas de turistas nos llevaron de forma acelerada hacia eso que algunos llaman el progreso. 
Personajes marginales como Andrés el Ratón estaban integrados en aquella pequeña ciudad, formando parte de la atmósfera propia del centro histórico. Además, la persona tenía unos principios dignos de ser citados a través del tiempo.
Ha pasado medio siglo y pocos recuerdan quiénes y cómo éramos. Hemos cambiado nuestra ciudad y nuestra isla para adaptarnos al modelo económico que gira en torno al turismo de masas. Los hoteles y las infraestructuras han devorados mucha superficie de la isla, dejando irreconocibles muchos paisajes tradicionales.
Con el paso del tiempo me he convertido en un testigo cincuentón, en un escritor urbano, con la memoria llena  -entre otras cosas- de playas vírgenes, acantilados que ya no existen, yacimientos arqueológicos durmientes, anécdotas de pastores, de topónimos olvidados y barreros de donde saqué el barro para tallas de agua fresca.
No quiero renunciar a lo bueno de la civilización, a las comodidades que nos permite el progreso, a las posibilidades de aprendizaje y de disfrute del tiempo libre que nos ha dejado vislumbrar la sociedad del bienestar.
Ahora que la crisis cuestiona muchos de estos avances en este país, donde la corrupción estremece los fundamentos y los principios democráticos, parece ser el momento preciso para meditar si hemos estado viviendo un espejismo o si los valores de Andrés “el Ratón” sobre si es más feliz quien más tiene o quien menos necesita no estaban tan errados.

* (Nuestra Ciudad. Luis García de Vegueta)

miércoles, 10 de abril de 2013

EL TELEFÉRICO AL ROQUE NUBLO (o de cómo destruir la línea del cielo)

Artículo aparecido primero en www.canariascultura.com

Cuando don Miguel de Unamuno visitó Gran Canaria en 1910 fue llevado de excursión por el interior de la isla, llegando a caballo hasta Artenara, donde pudo contemplar desde la perspectiva de la distancia los roques centrales de la isla, el Bentayga en el centro de la Caldera de Tejeda bajo sus pies y el Nublo, alzado en lontananza, coronando el gigantesco circo pétreo.
La vista de aquellas peñas enhiestas sobre un fragor de barrancos, enormes farallones verticales y pequeños campos cultivados en terrazas con un gigantesco anfiteatro natural coronado de pinares le hizo, primero exclamar y luego escribir, que aquel paisaje que admiraba era una “tempestad petrificada”.
No sabemos si el ilustre pensador vasco sabía de Geología o si una inspiración genial le llevó a designar así lo que pudo contemplar –a lomo de caballo- desde los miradores de la ruta entre Cruz de Tejeda y el pueblo troglodita de Artenara. Lo cierto es que la sensibilidad del poeta supo plasmar con sus palabras la belleza de un paisaje salvaje, lleno de contraluces marcados por la línea del cielo, sin saber que los roques que admiraba eran de verdad los testigos petrificados de una gigantesca tormenta geológica de cinco millones de años de antigüedad.
Antes que Unamuno la inmortalizara, los antiguos canarios fueron capaces de apreciar la grandiosidad de su horizonte insular, atribuyéndole a los pitones piroclásticos carácter sagrado y simbólico, usándolos como hitos astronómicos y estacionales.
La silueta de cada cresta, de cada caidero, de cada roque era fundamental en sus ciclos anuales, destacando entre ellos la del Roque Nublo y la del Roque Bentayga. El calendario de cada orto u ocaso de los astros estaba fijado en referencia a los perfiles de esos hitos geográficos, inmutables a escala humana.
Sin embargo, la historia geológica de la isla nos lleva hacia el origen de esos roques singulares: hace unos cinco millones de años Gran Canaria se alzaba por encima de los dos mil metros, quizás alcanzando unos tres mil metros sobre el océano. Los geólogos suponen que el centro de la isla estaba entonces ocupado por un cono volcánico similar al Etna o al Teide.
Es difícil especular sobre el perfil exacto de la isla previo a una gigantesca erupción que alteró para siempre el paisaje que describimos. Hasta entonces los episodios volcánicos en la isla de Gran Canaria habían sido erupciones de coladas basálticas de relativa poca explosividad que construyeron el edifico de la isla a modo de escudo, con coladas fluidas que fueron creando una meseta elevada en su centro, sobre la que debió alzarse uno o varios estrato-volcanes.
Hace unos cinco millones de años la composición de magma bajo la corteza terrestre pasó de ser ácida a ser alcalina, concentrándose bajo la isla un magma con una enorme densidad. En relativamente poco tiempo la cámara magmática bajo el centro de lo que fue la Paleo Gran Canaria empezó a acumular una gran cantidad de energía que no podía encontrar una salida que le permitiese aliviar la presión. La isla se convirtió en una verdadera bomba geológica.
Y cuando se superó el punto crítico –literalmente- ¡saltó por los aires! La erupción principal debió causar un cataclismo de dimensiones planetarias. Hoy día podemos encontrar los materiales que emitió la gran explosión esparcidos por toda la isla: es lo que se denomina “aglomerados roque nublo”, formados por una gigantesca colada piroclástica, tipo nube ardiente, que cubrió toda la superficie de la isla con espesores que van de los cien a los setecientos metros, en varios episodios explosivos brutales.
Las consecuencias de ese proceso eruptivo debieron sentirse mucho más allá de los límites del Archipiélago, llegando con probabilidad a la atmósfera y afectando en mayor o menor medida a todo el planeta. Hay que recordar erupciones históricas del tipo nube ardiente piroclástica, como la del Vesubio, que sepultó Pompeya y Herculano en el año 79 d. de C. o la de la Montagne Pelée en la Martinica que destruyó la población de Saint Pierre en 1902, causando más de 30.000 muertos.
Quizás se podría comparar el periodo eruptivo Roque Nublo a otras dos erupciones muy conocidas, como la de la isla de Santorini 1600 años antes de Cristo, que acabó con la civilización minoica en la isla de Creta o la de la isla de Krakatoa en el Mar de la Sonda en 1883, cuyas explosiones tuvieron trascendencia en todo el planeta. Estas dos erupciones destruyeron gran parte de las islas y lanzaron a la atmósfera grandes cantidades de materiales volátiles, causando alteraciones climáticas en gran parte del mundo durante varios años.
El paisaje actual de Gran Canaria es, en buena medida, el resultado de ese convulso periodo denominado Roque Nublo, alterado por la formidable erosión posterior; así como por el posterior hundimiento de la cámara magmática, que debió ocupar la cuenca del actual barranco de Tejeda- La Aldea. La fisonomía de nuestra isla actual es el resultado de estos episodios volcánicos, ya que las erupciones posteriores no tuvieron consecuencias tan importantes para el relieve insular, originando sólamente conos aislados, como las montañas de la Isleta o la de Arucas o Gáldar.
El perfil de los roques del centro de la isla forman nuestra particular línea del cielo. Los estadounidenses están muy orgullosos del perfil de sus ciudades, lo que ellos llaman “skyline”, la línea del cielo o del horizonte.
Ellos pueden reconocer los distintos “skylines” por sus edificios singulares, por los rascacielos, los puentes o las líneas elevadas de autopistas. El “skyline” de Manhattan o el de Chicago suelen ser los más famosos y muchas películas empiezan o terminan con los característicos perfiles urbanos.
En Canarias no tenemos –hasta ahora- perfiles urbanos ni líneas de cielo o de horizonte que se hayan convertido en “estrellas” de cine. Pero sí tenemos tradiciones con los perfiles de las montañas y roques sagrados. Desde el Teide, visible desde casi todas las islas, hasta los roques autóctonos de cada isla, nuestro Archipiélago tiene miles de perfiles únicos, de líneas de cielo, que han formado el paisaje conocido a los habitantes de pueblos y caseríos.
Muchos de los perfiles tradicionales han sido alterados por construcciones arbitrarias, poco cuidadosas con el patrimonio paisajístico y, sobre todo en las costas, los cambios causados por alteraciones humanas son ya irreversibles. Los cambios que la naturaleza ha tardado millones de años en retratar son barridos rápidamente por lo que algunos denominan desarrollo.
Nuestra geología volcánica y el clima propio no son benignos con las alteraciones humanas. Las huellas de nuestras obras permanecen como cicatrices indelebles en el paisaje. Si se abre una carretera, se levanta un puente o se construye una urbanización, los derrubios y escombros permanecen en las laderas muchas decenas de años; en gran medida porque la vegetación tarda mucho tiempo en volver a crecer sobre los suelos alterados. En otros climas y territorios se puede dejar el terreno desnudo que la siguiente primavera será cubierta por un manto herbáceo que contribuirá a camuflar las alteraciones; aquí, en Canarias, eso no ocurre.
Si uno observa las cicatrices que dejan las carreteras en sus márgenes –independientemente de la ocupación territorial que suponen- podrá comprobar esta aseveración.
Algunos piensan que todo el territorio debe ser “desarrollado” y que no debe quedar nada a salvo de nuestras apetencias, elaborándose propuestas muy agresivas, como el recientemente reactivado “teleférico al Roque Nublo”. Se cita el ejemplo de la existencia de un teleférico en el Teide como excusa para proponer la construcción de otro en el Roque Nublo. No debemos tomar como ejemplo una profanación para justificar otra. ¿No hemos cometido suficientes errores en nuestra gestión medioambiental?
Hay en Canarias suficientes analogías para elegir los modelos correctos de gestión del territorio, desde las obras de César Manrique a la gestión integral de la isla de El Hierro, para conservar intacto nuestro patrimonio, como expresión de singularidad y excepcionalidad.
En suma, el proyecto de teleférico al Roque Nublo debería servir sólo como modelo de disparate y ser destinado a los archivos de los proyectos más desafortunados y destructivos para nuestro Patrimonio Geológico. Dudo que ningún responsable político desee que su nombre quede unido para siempre a tal desatino. La Línea del Cielo de las Cumbres de Gran Canaria merece ser respetada tal y cómo la contempló don Miguel de Unamuno: La Tempestad Petrificada.

domingo, 7 de abril de 2013

SHALAM DUDÚ



Mi amigo Dudú (éste no es su verdadero nombre) ha vuelto, como siempre, sin avisar. Vino sin otro calzado que unas sandalias chinas de plástico ni otra ropa de abrigo que una desvencijada chaqueta de chándal de deportes. Nos dijo que en África había dejado su reloj, su móvil y unas buenas zapatillas de deporte, “donadas” a varios amigos que le dijeron que él era un afortunado que podría recuperar sus símbolos de bienestar en la tierra de plenitud material de los “toubabs”. 
Dudú es un senegalés de etnia wolof que los avisados lectores de mi novela Kopi Luwak reconocerán al instante, así como todos aquellos que hayan leído mi blog. Dudú me ayudó a trazar el epopéyico viaje del mandén Bour Siien, a bordo de un cayuco, desde las playas de Saint Louis hasta Maspalomas, novelando el primer viaje épico de un gal senegalés hasta las costas canarias.
Escribí Kopi Luwak en los febriles meses de 2010 en los que intentaba construir la novela, usando todo mi tiempo libre, cuando los naufragios de cayucos,  los albores de la crisis económica española y la tecnología del SIVE ya habían hecho mella en los ánimos de muchos subsaharianos que soñaban alcanzar el paraíso vía Canarias, y las oleadas de parias africanos estaban en franco retroceso, pero muy frescas en mi conciencia.
Mi mujer y yo conocimos al comerciante wolof en el Paseo de las Canteras cuando ataviado con un blusón africano y tocado con un bonete característico vendía todo tipo de figuritas, máscaras y pulseritas hechas en serie por los artesanos “poular” de su país.
Armado con su sonrisa y su maestría en el regateo, nos fue vendiendo brazaletes, estatuas de jirafas, guerreros masai, y amuletos a cambio de una charla regular donde yo obtenía información acerca de los asuntos que necesitaba para hilvanar mi novela.
Con el paso de las semanas, la relación se fue haciendo más estrecha y nos enteramos de su filiación y progenie, de sus ilusiones y sus angustias.
Fue Dudú quien bautizó a Bour Siien, quien me habló de los manglares en la desembocadura del Gambia, de las máscaras ceremoniales de Costa de Marfil y de las penurias de las casas de adobe cuando llegan las lluvias torrenciales.
Cada frase o información suya era compensada, primero con la compra de alguna de sus figuritas, después con alguna invitación a almorzar arroz a la libanesa o con algún óbolo para pagar la renta de uno de esos pisos patera que jalonan los alrededores de la playa. También lo transportamos al puerto en alguno de sus intentos de probar mejor suerte en Tenerife o de rescatarlo para que volviera a la Gran Canaria.
Un día nos dijo que se regresaba a su patria –despreciando su duramente trabajada tarjeta de residente legal-usando la vía más barata y peligrosa: primero embarcando desde Canarias hasta Cádiz para luego saltar desde la Península a Ceuta, descendiendo a continuación en un vértigo de calor hacia el sur: Marruecos, Sáhara, Mauritania y, por fin, el Senegal, destino de Dudú, aunque el conductor quería alcanzar Liberia.
Nuestro amigo se fue en compañía de otros tres subsaharianos en una furgoneta cargada de objetos de segunda mano -entre ellas una bicicleta que estuvo años acumulando polvo en nuestro sótano- y la ilusión por volver a la patria. Los africanos no estaban demasiado pertrechados y sólo contaban con un poco de agua y algunos víveres para la semana de travesía continental que les esperaba una vez desembarcaran en tierra firme. Contaban con encontrar buenos samaritanos para poder alimentarse por el camino.
Los viajeros estaban quizás más preocupados por el trato de los policías fronterizos de algunos de los países que iban a atravesar y su ansia de rapiña que por la escasez de provisiones.
No tuvimos informaciones de los africanos hasta que Dudú nos llamó dos semanas más tarde, con las risas de su mujer e hijos de fondo. “Estoy en Touba, amigo”.
Nuestra incertidumbre se liberó después de quince de días de zozobra. El wolof había regresado a casa, y allí era donde mejor podía estar.
Hemos estado varios meses sin saber nada del wolof hasta que volvimos a recibir una llamada la última luna llena: “Amigo Antonio, Dudú está de vuelta”.
No cabíamos en nuestra sorpresa. Lo habíamos supuesto trabajando en una de las plantaciones de cacahuetes entre Touba y Kaolak, disfrutando de sus hijos y oyendo la cantarina risa de su mujer.
Había regresado por la misma ruta que había usado para escapar de la crisis española pero a la inversa. “El rey de Marruecos ha cerrado un acuerdo con el nuevo Gobierno de Senegal para exportar naranjas. Los camioneros vuelven casi siempre de vacío y no se niegan a llevar pasajeros en la cabina. Me subí a uno en Dákar y llegué hasta Ceuta. Desde allí crucé hasta Algeciras. El resto ya lo sabes: me subí al ferry y aquí estoy”.
Me contó sus planes. Se iba a Tenerife donde, al parecer, le habían conseguido un trabajo. Necesitaba lo de siempre, sin ni siquiera pedirlo: dinero, calzado y abrigo.
Cuando lo vimos nos pareció que había envejecido mucho en poco tiempo y su pelo había encanecido, dándole un aspecto de humilde Mandela que acentuaban sus ojos tristes.
Le ofrecimos lo que pedía, añadiéndole todas las figuritas que teníamos en casa desde hacía varios años: las podría revender y conseguirse algunos euros para empezar en la isla vecina.
Nos pareció que devolverle las figuritas era una buena señal y cerraba el círculo que empezó nuestra amistad, permitiendo un nuevo comienzo. Para ello prometía traernos unas máscaras antiguas de la etnia dogón cuando volviera al Senegal en otro de sus viajes de ida y vuelta al continente.
“Shalam Dudú, sé bienvenido de nuevo”

martes, 2 de abril de 2013

LOS IDUS DE MARZO

 NOTA: Esta entrada aparece primero en Artículo aparecido en el digital "CanariasCultura.com"

Este año empezó bajo el signo de la luna llena. El tránsito desde el año 2012 al 2013 estuvo iluminado por una enorme luna amarillenta que lucía sobre una desbocada prima de riesgo y una España corrupta, llena de recortes sociales y de desempleo.
Por si fuera poco, la fúlgida luna se volvió a mostrar antes de acabar el mes de enero: La noche del día 27 también estuvo presidida por la faz iluminada de nuestro satélite y en su honor, rebusqué en mi memoria hasta encontrar una vieja canción que escuché por primera vez en la voz rota de un solista majorero de cuyo nombre no me acuerdo:  “Fúlgica luna del mes de enero/ raudal eterno de intensa luz…” Aquel cantante le ponía un sentimiento y una melancolía tan particular que nunca he vuelto a encontrar una interpretación equiparable a la famosa canción del musicólogo venezolano Vicente Emilio Sojo, aunque corrigieran lo de “fúlgica” por fúlgida.
Para seguir con la luna, uno no debe olvidar que  los chinos empezaron con la siguiente luna nueva, el día 10 de febrero, catorce días más tarde, su año nuevo chino, el de la Serpiente de Agua.
Siguiendo su milenaria tradición, con el calendario lunisolar utilizado en varios países asiáticos, los chinos celebraron su Año Nuevo Chino, el que hace el número 4711, provocando la mayor migración humana conocida, la de cientos de millones de personas desplazándose por el Reino del Centro hacia sus lugares de origen, para festejar en compañía de sus familias la Fiesta de la Primavera, el comienzo de un nuevo ciclo anual.
Continuando nuestro avance mensual llegamos al mes de marzo, Martius (Marte) para los romanos. Marzo ha sido también objeto de todo tipo de simbologías, de supersticiones y de augurios.
En el calendario romano, los idus de marzo se conmemoraban el décimo quinto día del mes. Los idus eran días de buenos augurios, que ocurrían los días 15 de marzo, mayo, julio y octubre, además del décimo tercer día de los demás meses del año.
Conocida es la muerte de Julio César en el Capitolio de Roma, durante la celebración de los Idus de marzo del año 44 antes de Cristo, después de haber sido prevenido por un vidente – en vano- de  que debería resguardarse de los idus de marzo.
Desconozco si la troika comunitaria, la señora Merkel, el señor Rajoy, el señor Rivero y otros similares han ido recientemente a algún vidente porque, si en quienes confiaron fue en sus expertos económicos, para prever este presente, deberían dimitir todos y dedicarse a otros menesteres, antes de que los idus de abril acaben con ellos.
Dos días antes de los idus de marzo, el día trece, ha sido elegido un nuevo Papa, el jesuita argentino Bergoglio quien desde ese día pasó a ser, simplemente, Francisco y, dice –entre otras cosas, que quiere “pastores que huelan a oveja”.
Mientras los humanos nos entretenemos con nuestro microcosmos, el planeta decide que tiene otras preocupaciones y se empieza a estremecer –de nuevo- en torno a la isla del El Hierro, recordándonos que nuestras pequeñas tribulaciones son eso: pequeñas.
El año está siendo extraño en el aspecto meteorológico, con un casi permanente flujo de vientos del oeste, que ha llevado aguas y vientos a las islas occidentales, dejando huérfanas de lluvias a las islas de oriente. Las mareas golpean furiosas las costas de las Islas batiendo las rocas y removiendo los fondos pero el agua ha pasado de largo, dejando unas pequeñas garujas en Gran Canaria, Fuerteventura y Lanzarote.
Ahora también parece que Vulcano y Hades se aliaran en los subsuelos, alimentando las calderas de sus fraguas y estremeciendo a la isla más joven desde sus cimientos de basalto.
Si uno alza la vista a los cielos podrá comprobar como Júpiter es visible a occidente en la Constelación de Tauro, entre Aldebarán y Alcione, señalando su preeminencia planetaria. A veces me gustaría ser supersticioso y configurar una explicación fantasiosa y poética a nuestros pequeños devenires humanos. Me hubiese gustado aprender astrología con los persas, caldeos o egipcios; quiromancia y adivinación con los chinos; música y danza con los derviches turcos; navegación con los polinesios o retórica con los griegos.
Pero no, debo asumir que fui educado por mi propia didáctica, tomando algo de Paleontología y Vulcanismo de Joaquín Meco Cabrera, mucho de la antigua Biblioteca Pública del Obelisco, algo más de la Enciclopaedia Britannica y de los fondos de  Folio Editorial en Londres.
Con esta mezcla –asumo- sólo es posible que uno enhebre estas líneas antes de que se acabe el mes de marzo, observando el mar azul y siguiendo cada sorprendente declaración del nuevo Papa (arrodillado al lavar los pies de sus ovejas), con un ojo puesto en los temblores al oeste de la Isla del Meridiano y el otro en la novela que está pariéndose al otro lado de este archivo.