lunes, 24 de septiembre de 2012

EL ESCRIBIDOR NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA O LOS OTOÑOS CREATIVOS

(Para don Pedro Domínguez Herrera, el poeta barbero de Tamaraceite y los Ripa de El Nihuil, Argentina)

Hace un par de días concluyó el canicular verano de 2012 con un calor más propio del ferragosto italiano que el de la habitual “panza de burro” de la capital grancanaria. Como corresponde al tiempo caluroso, me he pasado la mayor parte del tiempo de remojo en la playa de Las Canteras, esquivando, tanto a las aguavivas como a los practicantes de la nueva modalidad de “paddle surf” que, montados en tablas surferas y remando cual gondoleros venecianos fuera de lugar en las calmadas aguas de la bajamar, atiborran la playa como una plaga bíblica.
Suelo evitarlos y para ello prefiero las aguas más profundas de la bocana frente a la Peña la Vieja, donde patrullan las barracudas y las palometas cazando longorones irisados. Por allí he vuelto a bajar más allá de los diez metros a pulmón libre y a volar ingrávido como lo hacía Marco en mi libro “El anillo del pulpo”, suspendido entre las aguas verdosas: mi cuerpo parece tener una cierta memoria fisiológica de la que yo no era consciente. He volado en el océano y sobre los aires subido en pájaros de metal bruñido (aunque esta otra sea otra historia de la que sólo saben algunos buenos amigos)
Como decía, he pasado gran parte del verano en remojo, dedicando algunos ratos perdidos enseñando a margullar a mi amigo Cacho Ripa, el de El Nihuil, en la antecordillera andina. Se regresaron mi amigo y su esposa Rosi, a la Argentina austral con los ojos llenos de atardeceres luminosos, de fulas, pejeverdes, medusas y salemas. También degustaron alguna sama y algún bonito listado, regados con vino de la Rioja argentina.
Los lectores habituales de estas líneas saben que empecé a escribir en este blog más empujado por mi editor que por la necesidad de exhibir cada latido poético o cada latigazo crítico que me cruzara la mente. He ido añadiendo a trompicones –con mayor o menor fortuna- fragmentos de mis andanzas y vaganzas, hasta que me paré al principio del verano: preferí la vida privada a la exhibición pública de mis desnudeces. La vida debe ir antes que la literatura para que la literatura se nutra y se inspire de realidad.
He estado casi tres meses sin escribir una sola línea de cara al público. Ahora parece que se despierta de nuevo la fiebre creativa, impulsándome a garabatear estas letras para aliviar la presión de la cámara magmática que subyace debajo de mi piel tostada.
Mientras tanto, mi libro “Kopi Luwak” sigue su proceloso rumbo hacia un destino incierto, sufriendo los avatares de una pequeña editorial independiente, alejada de las grandes distribuidoras, sin otro tipo de promoción que no sea la del lento “tan tan” de la selva literaria.
No sé si es el comienzo del nuevo curso escolar o la posición de los astros la que ha determinado que distintas personas me pregunten recientemente por el próximo libro en el que suponen que debo estar trabajando o me inquieran por el número de ejemplares que he vendido. Suelo responderles con vaguedades o yéndome por la tangente del sistema solar: estoy construyendo la novela, ya sólo me falta escribirla; les miento.    
Hace pocos días cumplí treinta años de “servicio” como maestro en la mayor de las discreciones en mi destino de Los Altos, donde me refugio de las incertidumbres del futuro en un presente idílico: buenos alumnos, buenos compañeros y buena comunidad escolar. Parece mentira que haya tenido la inmensa fortuna de poder trabajar de forma ininterrumpida durante tres décadas en la profesión que me gusta: la de maestro.
Me contaba mi amigo de Tamaraceite que ya había aprendido a escribir comentarios en los “blogs” de Internet, pero que mi ausencia le había privado de la oportunidad para aguijonearme con su agudo ingenio.
Y yo, que –parafraseando al coronel de García Márquez- no tengo quien me escriba, me pongo a colgar estas líneas en ese éter moderno donde todos se interconectan y se desenchufan, para darle oportunidad a mis amigos y a mis enemigos de leerme.
Eso hago, mientras desembalo alguna que otra entrada que tenía extraviada en mi viejo mac, para pulirla antes de orearla a los aires cibernéticos que algunos leen con ojo crítico y amistad lejana.
Durante mi última conversación con el poeta barbero me animó a contar alguna de esas historias perdidas. Y hoy, que parece que el otoño empezará con la presencia de una zona de inestabilidad atmosférica, derivada de la tormenta tropical Nadine, que traerá la primera “otoñada”. No es mal cambio de tercio meteorológico, pues buena falta nos hacen agua fresca y viento limpio para aclarar los restos de la calima, la sequía y los malos augurios de este verano de primas de riesgo e incendios pavorosos.
Como mencionaba más arriba, los pensamientos otoñales siempre fueron creativos y –por razones que se verán- los otoños me recuerdan el pueblo de San Mateo. Durante los años sesenta, mi familia tuvo alquilada una casita en el barrio de La Lechucilla y allí íbamos durante los fines de semana y las vacaciones.
Recuerdo de viva manera como, junto con mis primos, vendimiábamos en los parrales de la casa, cazábamos ranas en los charcos del barranco o recibíamos una escudilla de leche recién ordeñada con gofio como premio de nuestro vecino por ayudarle a entrar las gallinas por la tarde al gallinero o cubrir de paja la cama de las vacas en el alpende.
Como no teníamos coche, subíamos al pueblo de la Medianía en los famosos transportes “piratas”, pequeños furgones de ocho o diez asientos –aunque la mayoría admitían más pasajeros.En esos viajes, donde nuestra expedición solía llenar el viejo furgón Bedford o BMC, yo miraba extasiado las orillas de la revirada carretera, que subía por Barranco Seco rumbo al centro de la isla, pasando por el Monte Lentiscal, Santa Brígida y El Madroñal antes de llegar a la Vega.
Cada viaje era una odisea que asombraba a los pequeños y cansaba a los adultos que lidiaban con los mareos y apreturas de muchos niños juntos. Alguna vez habré de relatar mis memorias de tamañas aventuras, pero ahora recuerdo con especial agrado la visión de “La casa del hombre solo”.
Durante varios años todos seguíamos con especial interés la construcción (fábrica, se dice en Canarias) de una casa al borde de la carretera. Al llegar a una curva entre El Madroñal y la Vega, todos vimos como –desde nuestra perspectiva- un solo hombre (con la única compañía de un burro) construyó una casa, poco a poco.
Cada fin de semana esperábamos con ansiedad a que el furgoncito se aproximara a la curva afortunada para ver quien era el primero de nosotros que localizaba al hombre. El primero de nosotros que lo atisbaba era el héroe del viaje.
Allí solía estar, acarreando bloques, cemento, piedras o lo que fuera, a lomos de su jumento; o por allá levantando paredes o encalando o amasando; siempre solo, siempre perseverante, bajo el sol, la neblina o la lluvia, siempre levantándose más alta y amplia. El constructor tardó varios años en terminarla, los suficientes para que a nosotros nos alcanzara la adolescencia y dejáramos nuestra casita en La Lechucilla.
Nunca pude olvidar aquella casa ni a su autor, aunque no lo hubiese reconocido por la calle porque siempre andaba tocado con su clásico cachorro canario, pero “La casa del hombre solo” se convirtió para mí en un hito personal, un ejemplo de que si una persona perseveraba podía llegar a donde quisiera, a construir lo que fuera, a terminar lo que empezara.
Hoy día la casa sigue en pie, modernizada y con sus muros cubiertos de enredaderas y vides. No sé si el hombre que la construyó sigue vivo, pero su obra sí que lo está y quienes la habitan  parece  que la cuidan como  se merece.
Bienvenido sean los otoños lluviosos y creativos.