miércoles, 31 de agosto de 2011

CUADERNO DE VIAJES (II)

La higuera del Urumea, palmeras canarias, tarajales  y una platanera.

El verde rodea San Sebastián como una corona de esmeraldas en torno a la playa de La Concha. Es una sinfonía de tonos verdosos y acuosos en un paisaje selvático -sin no fuera porque el eterno sirimiri cae frío sobre la ciudad, incluso en pleno mes de agosto.
Cuando la temperatura es tan desapacible y otoñal no apetece bañarse en la playa o siquiera surfear en la Zurriola, así que el paseo, provisto de paraguas y abrigo, debe transcurrir por las avenidas de carácter parisino o los jardines diseñados por el gran Pierre Ducasse
Fue Ducasse un jardinero francés que trabajó en San Sebastián en el último cuarto del siglo XIX, después de que el derribo de las murallas en 1863 posibilitara la expansión urbanística de la ciudad. Sus obras más importantes las realizó en la época de esplendor de la ciudad donostiarra, cuando la corte y la alta sociedad española la eligieron como sitio para pasar el verano. Entre ellas cabe reseñar el parque de Alderdi-Eder, el parque de Cristina-Enea y los jardines del palacio de Miramar, que, realizados para la reina María Cristina de Habsburgo, se convirtieron en el marco para el veraneo de la nobleza española.
Me gusta perderme entre los jardines de la ciudad natal de Belén, admirando la profusión de gusto y variedad de especies vegetales. Pero hoy he tomado apuntes de algunas plantas curiosas.
Primero me llaman la atención las elegantes palmeras que cuidan con esmero los herederos de Ducasse. Me parecen -con casi total seguridad- palmeras canarias, con las elegantes ramas y las amarillentas támaras que tienen algunas de ellas. Los ejemplares de Phoenix canariensis festonean las avenidas y las rotondas, dándole un carácter tropical a la ciudad. Me gusta recrearme en ellas para sentir la unión entre mi tierra natal y esta ciudad cosmopolita.
A esa sensación siempre contribuye la vista de una o dos plataneras que adornan la parte sur de un jardín oculto en un chalet cercano a Ondarreta. La he visto allí desde hace cuatro años, incluso en los más frío del mes de enero. Los plátanos no crecen más allá del tamaño de pequeños dedos, pero alguien se ocupa de desflorillarlos cada primavera y de recogerlos. También compruebo como cuidan de los nuevos hijos, procurando que esa platanera ondarretarra siga viva.
Otra de las especies vegetales que más me llama la atención es la de los tarajales. La especie más abundante en los jardines de la cercanías de las playas y la costa es la de los ejemplares de Tamarix gallica. Los donostiarras los llaman -erróneamente- tamarindos, cuando su nombre castellano debería ser tamariscos, y en vascuence milaska.
Al parecer, cuando le encargaron a Pierre Ducasse que diseñara los jardines de la ciudad, el jardinero y botánico buscó una especie que fuera capaz de resistir el ambiente salino de los terrenos próximos al mar y lo halló en la variante gálica de los tamarices. Era un arbusto resistente al marismo, que podía ser talado y moldeado con facilidad y que, con los cuidados apropiados, se mostraba longevo y de porte mediano. Además sus flores rosáceas resultaban hermosas durante muchos meses.
A simple vista los tamarindos-tamariscos de San Sebastián no me resultan muy diferentes a los humildes tarajales de Canarias. Además, recientemente he visto ejemplares de Tamarix canariensis, plantados en el Paseo de las Canteras. Quizás haya visitado algún jardinero municipal de Las Palmas de Gran Canaria los jardines de Donostia y haya llegado a la misma conclusión que yo: son dignos de los jardines los tarajales, aquí y allá. 
Para el final dejo lo que mayor impacto me ha causado en esta última vista a la ciudad  donostiarra.
Paseando por la ribera derecha del Urumea, río que cruza la ciudad y está atravesado por puentes de aire francés, como si fueran una réplica de París frente al Mar Cantábrico, nos hemos encontrado con una silvestre higuera que nace del mismo muro del río, a un par de cientos de metros de su desembocadura en el mar.
La higuera está cargada de unos frutos verdosos que empiezan a madurar. Me alongo para alcanzar uno de ellos y probarlo. Comprobamos con sorpresa que está bueno y que tiene una dulzura insospechada. Los paseantes que cruzan el Paseo de Francia ni siquiera sacan la vista cubierta por sus paraguas para observarnos. Espero que la higuera siga allí la próxima visita a la ciudad y nos permita deleitarnos con sus frutos.



P.S. Durante estos días en San Sebastián nos hemos hospedado en una Pensión de Cinco Estrellas. La Pensión Bellas Artes, frente al antiguo teatro del mismo nombre en el centro de la ciudad. Allí nos han tratado con esmero, con un trato personal mejor que el de muchos hoteles. Sus propietarias son Carmen y su hija Leire. Son la esposa y la hija,  respectivamente, de un ex-boxeador tinerfeño: Tony Falcón, que fue subcampeón de España de peso ligero en los años sesenta.


domingo, 28 de agosto de 2011

CUADERNO DE VIAJES (I)

El tren Alvia parece un aerodinámico animal fuera de época cuando se adentra en la antigua estación del Ferrocarril del Norte en San Sebastián, techada en los talleres de Gustave Eiffel, con una marquesina metálica que parece un fragmento de la torre parisina puesta allí para cubrirla de la eterna lluvia del Cantábrico.
Me sorprendo de la limpieza y pulcritud del vagón de clase preferente. Cuando el tren abandona la estación para adentrarse en la Guipúzcoa profunda veo los verdes bosques de hayas y robles que destacan entre los valles donde están los pueblos grises y los caseríos dispersos.
Avanza el tren por un dédalo de túneles hacia la capital alavesa, más castellana y menos intrincada. Las brumas cubren las cumbres de los montes mientras el servicio a bordo es exquisito. A veces las vías del tren van paralelas a la antigua carretera Nacional I, pero  la mayoría del trazado sigue su propio camino entre laderas boscosas y cimas peladas.
Llegamos a Vitoria tras un dificultoso ascenso hacia el sur. Allí el terreno se hace llano, desaparece el bosque cantábrico y aparecen grandes extensiones resecas con la cosecha recién recogida. El tren cruza el condado de Treviño. Nos ofrecen café, periódico y entretenimientos audiovisuales a bordo.
Seguimos veloces en dirección a la meseta castellana, cruzando por el desfiladero de Pancorbo, antes de llegar a Miranda de Ebro. A partir de allí se extienden las interminables llanuras castellanas de mis memorias escolares: campos de cebada, avena y trigo, afeitados al ras que permiten las máquinas cosechadoras modernas.
Los tonos amarillos de los campos ya cosechado se intercalan con grandes plantaciones de girasol que se orientan al sol poniente. Las lomas calvas se recortan contra el horizonte como si fuera Fuerteventura tendida sobre la Meseta, vista desde la llanura de Tiscamanita.
La luz del atardecer tiene heraldos del otoño, que tiñen de calidez las ondulaciones del terreno. Aquí y más allá, en lontananza, hay molinos de viento, que giran perezosos en la calma vespertina de la llanura donde el Cid cabalgó, desterrado, a la leyenda.
Hay líneas de choperas y alamedas que señalan arroyuelos casi secos en el otoño precoz, fluyendo hacia el Arlanzón, que cruza Burgos en el estiaje del Duero, de oro bajo la tarde rojiza.
Silba el tren mientras cruza pueblos dormidos de nombres sonoros: Quintanapallá, Lerma o Quintanilla, con iglesias que se alzan al cielo. Hay pacas de paja que esperan ser recogidas para el forraje invernal en los campos secos. La vía continúa ahora paralela a la moderna autopista de peaje mientras nos sirven una cena de calidad. Intuyo que Atapuerta está en alguno de los taludes de la vía, porque lo vimos en el viaje de ida. Según cae lenta la noche sobre la Meseta atravesamos unos paisajes pictóricos dignos de un Van Gogh que adorase los tonos amarillos y los anaranjados.

El tren vuela proa al sur y mientras cae la noche me entretengo en observar a los pasajeros del vagón de preferente: el servicio es excelente y no ceso de sorprenderme con las pequeñas comodidades que sigue ofreciendo la “tripulación” (así la llama el conductor cuando avisa que nos vamos a internar en los túneles que atraviesan la Sierra de Guadarrama).
Hay un señor de cierta edad con bigote recortado a la usanza franquista -sordo de sonotone- que no para de pedir güisquis para incomodidad de su esposa; también viaja   otra señora elegante con labios “duquesa de Alba”, traje de chaqueta bien cortado, que lee Expansión detenidamente y hojea embarcaciones en un arrugado extra de navegación a vela del periódico ABC, haciendo declaración de intereses e intenciones, lanzándome miradas de reojo mientras escribo.
Delante de mí se sientan dos chicos jóvenes, uno parece universitario y lee en inglés una novela negra de un autor escandinavo y el otro tiene los dedos engrasados de un mecánico, que está impaciente todo el camino e intenta bajar la persiana que comparto con él para protegerse del mismo sol que yo quiero ver. Al final hemos llegado al compromiso tácito de dejarla a media ventana, para que él dormite y yo esté despierto.
Al otro lado del pasillo se sienta una señora octogenaria que viaja sola y lleva colgado a su cuello un móvil de los más sencillos, como hilo umbilical con el exterior, mientras reparte su tiempo entre crucigramas y revistas de cotilleo social.
Después de cruzar Valladolid, Segovia y los túneles bajo Guadarrama avistamos Madrid en la distancia. Parece una miriada de estrellas a ras de tierra, cubriendo el horizonte de la noche. Según nos acercamos se agrandan las luces y toman las formas de los rascacielos de la Castellana. Casi sin tiempo para anotar nada más, nos adentramos en la Estación de Chamartín. Tras cinco horas y veinte minutos hemos alcanzado la capital de España.
Me bajo del tren embargado de un extraño sentimiento, más propio de un romanticismo novecentista que el de un apresurado viajero moderno. ¡Vivan los trenes!

VUELTA DE VIAJE

Hemos vuelto de una corta salida a la Península. Seis días intensos y valiosos. Hemos ido y vuelto en un vuelo de “bajo coste”, viajado en guagua y en tren. Queda un cuaderno de viajes y la rotura de algunos tópicos de viajero apresurado y moderno.
Creo que a partir de ahora volveremos a volar con mochilas de manos y a a caminar dentro de los trenes que viajan hacia el norte.
Mientras tanto nadie (que yo sepa) ha reseñado Kopi Luwak en la prensa local, ni falta que hace...

viernes, 19 de agosto de 2011

LÍNEA DE BAJO COSTE (RESEÑA DE KOPI LUWAK)


Al final nos hemos decidido a dejar el entorno de la Playa de las Canteras y nos hemos buscado uno de esos vuelos de bajo costo para acercarnos a la España continental por unos días. No sé si es porque el Papa anda por ahí, convocando a fieles e infieles, o que el “ferragosto” mediterráneo hace de imán a los canarios ansiosos de calores mesetarios, pero lo cierto es que los precios de los pasajes de última hora para Madrid andan por alturas estratosféricas.
Como quiera que no andamos muy boyantes, hemos decidido meternos en una compañía de esas “low cost”. Los billetes nos han costado una décima parte de lo que pedían Iberia, Spanair o Air Europa, pero a cambio hemos renunciado a llevar maletas facturadas y aceptar unas condiciones mezquinas a cambio de un precio de vuelo barato.
A la hora de imprimir las tarjetas de embarque (que el usuario ha de imprimir en su casa si no quiere pagar un sobreprecio de casi el cuarenta por ciento del valor del pasaje) nos hemos enfrentado a un sistema automatizado de lentitudes y torpezas exasperantes. Además hay que leerse -con un ejercicio de presbicia- con lupa la letra menuda de las condiciones.
Mientras redacto esta entrada en el blog, también ando a la espera de una reseña sobre Kopi Luwak en en periódico Canarias7. Mi editor, Jorge Liria, me ha remitido un email de esos que ahora puedo leer en el teléfono móvil, diciéndome que alguien de la redacción del periódico, a quien le había remitido la novela hace más de un mes, iba a hacer alguna mención en su columna habitual, cual línea de bajo coste.
Llevo dos días comprando la edición impresa por ver si salía publicada, en vano. Quizás salga durante el fin de semana y ,entonces, no tendré certeza de poder verlo. Aviso desde aquí a los lectores de este blog de estos hechos de última hora mientras preparamos unas mochilitas de excursionista dominguero para acercarnos por los madriles y hasta el Cantábrico, si las líneas de bajo coste, los hados y las guaguas nos lo permiten.

lunes, 8 de agosto de 2011

VERANO EN TIERRA

Este verano lo estoy pasando disfrutando de la ciudad bajo la panza de burro del alisio, que este año se está extremando y, ya mediado el mes de agosto, no deja de cubrir el cielo de la ciudad con su manto gris, de cual se desprenden gotas cálidas. A pesar de mis deseos, no siempre ando sumergido por las aguas de la playa y suelo alternar mis paseos marítimos con los terrestres.


A pesar de haber nacido en esta ciudad y de haber crecido en La Isleta hasta los cinco o seis años, nunca había tenido ocasión de vivir en las cercanías de la playa de mis amores y estoy disfrutando este verano de crisis cerca de casa y de la playa.


Cuando no estoy de remojo y ando ocioso, me acerco hasta el parque de Santa Catalina para comprar la prensa del día o, simplemente, para observar los alrededores. La zona del parque ha evolucionado desde la época que relata Orlando Hernández en su libro Catalina Park. Ya no está Lolita Pluma y los limpiabotas se han ido reduciendo hasta quedar uno o dos, que buscan, con ahínco, clientes calzados con zapatos de piel en la maraña de chancletas, zapatillas de deporte y de materiales sintéticos. Sólo algún antiguo comerciante hindú, todavía gasta elegantes zapatos hechos a medida en Kensington Bridge y se acerca por las cafeterías donde ejercen los supervivientes del arte, para que se los lustren.


Los mismos comerciantes hindúes también están en franca retirada y sus antiguos comercios de material electrónico han ido cerrando uno tras otro, sucumbiendo primero a la pérdida del régimen de puertos francos y luego al impulso de las ventas a crédito de los grandes almacenes.


Quien no emigró al sur todavía mantiene su pequeña tienda rodeada de comercios chinos y locutorios de emigrantes. Estos locutorios son otra novedad curiosa que han ido ocupando locales en toda la zona.


Como quiera que no tengo internet en el lugar donde paso el verano, he tenido que entrar a varios de ellos con una cierta frecuencia, bien para colgar alguna de estas entradas en el blog, bien para responder a los comentarios de mi facebook o mirar mi correo electrónico.


Hay muchos y no son todos iguales: cada uno está regido y dirigido a inmigrantes de distinta procedencia. Los hay africanos: de Senegal, Mauritania o Marruecos. Los hay asiáticos: filipinos, chinos o pakistaníes (de los que hablan el urdu de los pashtunes de la frontera con Afganistan). Los hay sudamericanos: desde Colombia a Ecuador, pasando por la República Dominicana. Uno se puede encontrar ahí una muestra del crisol étnico en el que se está transformando la ciudad. La variedad es enorme y sólo es comparable a la que se encuentra en grandes urbes como Ámsterdam, Nueva York o Londres.


Las calles aledañas al paseo de Las Canteras muestran una tendencia clara a la renovación de antiguas construcciones hoteleras de los sesenta y setenta. Esta actualización arquitectónica coexiste con la presencia de muchos edificios de apartamentos que se han convertido en alojamiento de emigrantes.


Algunas antiguas residencias que conocieron la llegada de los primeros turistas nórdicos se han convertido en pisos compartidos de ciudadanos de muchos países. El aspecto de decadencia parece hacerlos réplica de los suburbios de ciudades de África, Asia o Sudamérica.


Los alquileres de unos 200 euros mensuales son compartidos por cuatro familias, que pagan 50 euros cada una por un apartamento minúsculo.


No obstante tal decadencia aparente, las comunidades suelen ser tranquilas y – a pesar del babel que los habitan- no hay conflictos, salvo por los lugares para tender túnicas y vestimentas multicolores.


Una de las grandes ventajas de la multietnicidad de la zona lo representa la gastronomía. Cada comunidad ha ido creando una infraestructura de tiendas de productos propios. Uno puede comprar especias hindúes o coreanas, aceitunas de Tánger, típico cordero halal, arepas venezolanas, auténtico mate porteño, postres charrúas, bami goreng indonesio o lo que el apetito y la curiosidad manden.


Y si uno no desea comprar el producto y cocinarlo, lo mejor es acudir a algún restaurante típico, cada día a uno diferente, para degustarlo cocinado por cocineros experimentados: el lunes puede uno degustar pastela marroquí con postres de dulces de almendra y miel; el martes, bulgogi coreano con fideos de arroz; el miércoles, menú iraní de cordero y yogur con nueces; el jueves, arroz con pollo a la senegalesa, el viernes, pastel de carne colombiano con plátanos cambures; el sábado, sushi y atún teriyaki japonés.


El domingo, lo mejor es ayunar y contentarse con frutas frescas de la isla.


Para otra ocasión habré de mencionar los restaurantes hindúes, los criollos, los italianos, los chinos, los mexicanos, los chinos y los que me olvido o están todavía por descubrir; así como los de las distintas regiones españolas con exquisiteces culinarias... 
Mejor paro; que ya está bien de hablar de comidas. Se me está haciendo la boca agua y yo debo cuidar mi peso. Quien quiera contemplar el exotismo no necesita viajar a Nueva York u otra ciudad. Aquí mismo lo tenemos, en el mar y en tierra.

martes, 2 de agosto de 2011

BARRACUDAS Y LONGORONES


Me he acostumbrado a hacer un paseo diario que me tiene encantado, casi siempre con marea baja. Llego enfundado en neopreno caminando por el Paseo hasta la altura de la calle Luis Morote y me bajo a la arena por la escalera más cercana. Allí sorteo a los que están tendidos, los que juegan, los que leen y todo aquel que me cruzo en mi camino hasta el agua, a los que veo como bultos colorados con mi visión sin gafas.
Una vez alcanzo la orilla, me introduzco lentamente hasta que el agua me lame el ombligo con el sosiego de quien la prisa deja en tierra. Me calzo las aletas y la máscara submarina con mi graduación de miope.
Entonces me transformo en un ser marino, en un ballenato lento de cola bifurcada y gran ojo dispuesto a ver los fondos de la playa donde crecí. Prefiero las mareas bajas (o vacías) donde asoma la barra y los lisos arenosos en dirección a la Peña la Vieja. Siempre hay un nuevo espectáculo esperando para ser presenciado.
Desde la misma orilla grandes bandadas de sargos y salemas saltan en los pocos centímetros de agua en los que se acumulan centenares de gordos ejemplares, cebados con regularidad por jubilados y curiosos. Desde hace años se han acostumbrado a que les lancen mendrugos de pan y migas, acumulándose cerca de donde los humanos vadean con el agua por las rodillas.
No suelo dedicarles ni un segundo y me alejo en dirección a la barra. Desde hace dos veranos busco siempre –en vano- una mantelina sobre quien se me ocurrió un día posar mis pies, de forma involuntaria. El seláceo levantó el vuelo como una mariposa marina de metro y medio de diámetro. Estaba camuflada bajo las algas pardas cuando sintió mi peso sobre su lomo. Perezosa levantó el vuelo en dirección al horizonte, dejándome con la esperanza de volver a verla cada vez que me adentro en la playa.
Una vez compruebo que la mantelina me ha vuelto a dar plantón, sobrevuelo las aguas nadando lentamente hasta los bajíos de la barra grande. A veces detecto un choco camuflado entre las algas  mientras los pejeverdes pelean su pequeña cueva a las fulas y sus propios congéneres. Algún pulpo delatado por sus ojos saltones me vigila desde un agujero rodeado de conchas vacías.
Tardo siempre más de lo que puedo en cruzar el pequeño brazo de mar en calma, a veces irisado por la brisa que sopla desde el Confital. Cuando arribo al arrecife la vista se dispersa sin saber si mirar hacia las viejas que, en manada, pasean buscando pequeños cangrejos o los múltiples alevines que buscan refugio entre los bajíos que deja la marea entre las rocas.
Este verano me he visto sorprendido por la presencia de grandes cardúmenes de longorones (boquerones) refugiados de los grandes depredadores oceánicos en las someras aguas de la playa.
Nadan a miles, abriéndose en abanico a mi paso, tratándome como si fuera un gran atún. Pero no soy yo el peligro, sino las bandadas de palometas de cola arqueada que los cazan entre los charcones. También he visto un medregal medianito, haciendo presa en los alevines. Pero la presencia más inquietante fue la alargada silueta de dos bicudas de más de medio metro que las atacaban a mi paso por la rotura natural de la barra a la altura de la Peña la Vieja.
Me había dejado llevar por la corriente interior de la playa que se acelera con el estrechamiento formado entre los Lisos y la punta sur de la Barra Grande. El efecto Venturi hace que la corriente de salida del agua tome velocidades enormes cuando se aproxima el final de la marea baja.
A mí me gusta dejarme llevar, inmóvil, corrigiendo la deriva con leves movimientos de aletas, como si fuera un doble timón. Uno de esos días de derrota libre me di de bruces con las dos barracudas, estilizadas, esperando alguna bandada de longorones que se hubiera dejado atrapar por la corriente, patrullando el estrecho.
En cambio se encontraron con este que esto escribe, cetáceo de neopreno. Pasé un momento de susto ante aquellos estilizados cazadores de altamar. Cada uno de ellos medía unos ochenta centímetros, un palmo más grandes que mis aletas. Me miraron con sus enormes ojos, sonriendo con una boca de afilados dientes y -para mi alivio- se dieron media vuelta, alejándose de mí con un imperceptible movimiento de su aleta caudal.
No quise esperar por si hubiera algún ejemplar más de otro pez cazador en la bocana de la playa y me dirigí a la tierra firme después de haberme embriagado con el hermoso panorama de la fauna y flora de los fondos de la playa de Las Canteras. El bullicio del paseo era un contraste a la vida en los fondos de azules y verdes marinos que dejaba atrás.